Incorporación de Boedo

La prestigiosa periodista, escritora y poeta Alicia Dujovne Ortiz se acaba de radicar en Boedo. Desde su exilio en París, en 1978, y sus periódicos retornos con el regreso de la democracia, siempre la tentó el deseo de echar raíces en su tierra de origen y la casualidad la acercó a un barrio que desconocía. Lo concreto es que Alicia no estará en el país de las maravillas pero Boedo la maravilló. Es autora de una decena de celebradas novelas, importantes trabajos biográficos sobre María Elena Walsh, Maradona y Eva Perón. Y numerosas crónicas y artículos periodísticos para La Opinión (Buenos Aires), La Nación (Argentina), Excelsior (México), La Vanguardia (España) y Le Monde (Francia), entre otras publicaciones; galardonada con el Premio Konex en 2004 y el Konex de Platino en 2014, ha tenido la deferencia de relatarnos sus primeras impresiones del barrio que, al parecer, ha conquistado su corazón.

Gracias, Alicia. Bienvenida a Boedo…

 

 

 

   Hay lugares que uno reconoce en el acto aunque no los haya conocido nunca, y otros que se van incorporando de a poco, entrando en los recuerdos hasta que de pronto te encontrás formando parte de ellos, casi como si allí  hubieras nacido. Esto último es lo que me acaba de suceder con un barrio en el que nunca hasta el momento había puesto ni la punta del pie, y al que descubro como si lo fuera deshojando pétalo a pétalo.  El barrio margarita lleva por nombre Boedo, y he venido a caer aquí como se debe caer para que los encuentros sean verdaderos: por pura casualidad.

Incorporación de Boedo

Alicia Dujovne Ortiz

pizzeria la tacita sin personaje
Yo soy de Flores, o lo fui de chica, de adolescente, una chica de Flores muy poco preparada para serlo. Digamos de entrada que mi programación más bien me configuraba como sapo de otro pozo que como chica de aquí, de allá o de acullá;  chica de ningún lado que, al rajarse a París en el 77 porque su puesto de periodista en “La Opinión” intervenida por los milicos  la obligaba a tomarse el bondi,  terminó por encontrarse en el sitio justo para ella, el de la tierra de nadie. Manuel Scorza, el novelista peruano, hoy un poco olvidado pero que ya va a salir un día u otro de ese Purgatorio de los escritores donde tantos autores quedan flotando  después de su muerte, hasta que alguien se acuerda y los rescata, solía decir: “París es la capital internacional de los patitos feos”.  En lo que a mí respecta, ninguna definición me ha resultado tan justa como ésa. Una chica criada en Flores pero que –hija de bolches y desesperadamente ajena a aquellos domingos con misa en San José y cola delante de la fábrica de ravioles–, nunca tuvo nada que ver con Flores ni con nada, en París se encontraba como lo que siempre había sido, un patito feo.  Antes de que su verdadera condición quedara clara como el agua, la no chica de Flores había vivido en varios barrios porteños, de Belgrano al Barrio Norte, y de Floresta (hermanita menor de Flores, tanto más pobretona y deliciosa, al menos por entonces, donde nació su hija) a Palermo, para culminar, o decaer –en uno de esos regresos al país que ella siempre quiso hacer definitivos, pero que le fracasaron todos, como si la tierra de nadie le tirara más que ninguna otra–, en lugares improbables de tan paquetes tales como San Isidro o Acassuso, a los que también llegó por pura casualidad, pero que no entraron en sus recuerdos como lo ha hecho, al mes de conocerlo, este lugar ignoto llamado Boedo.

Volvamos  a la primera persona. En noviembre de este año aterricé en una casona boedense, o boédica, o como se llame, con la santa intención de hacer talleres literarios durante el verano local para huir despavorida del invierno europeo. La primera impresión no fue desastrosa sino velada. Lo miraba todo a través de un vidrio oscuro y opaco, formulándome la más desoladora de las preguntas que un trashumante eterno puede dirigirse a sí mismo, “¿qué estoy haciendo aquí?”.  Lo que más me asombraba eran los negocios de venta de bases para suelas de zapatillas de la avenida Boedo, ni siquiera las suelas enteras sino las bases. Compréndase que para alguien que ha gastado mucho las suyas recorriendo los más variados caminos,  la cosa adquiría visos de irrealidad y a la vez de destino, como si se tratara de esos objetos metafóricos que el surrealista André Breton andaba rastreando por las calles, hallazgos de objetos para él tan elocuentes como lo son los sueños. ¡Suelas!  A una caminadora inveterada cuyas andanzas no siempre han sido voluntarias,  sino imposiciones de la vida que así lo quiso, mostrarle suelas, cantidades de suelas, o de bases, no podía sino dejarla más perdida que turco, vale decir, que trashumante, en la neblina.

Quizá la segunda perplejidad haya venido de los pegotes. Me explico.  Muchos barrios porteños están hechos de pedazos. Es un lugar común decir que en Buenos Aires hay barrios españoles, italianos, franceses, etc., pero a lo que me refiero es a la tendencia porteña a reflejar en sus fachadas el patch work del que en el fondo nos componemos.  Remodelar una casa antigua de frente recto quitándole sus legendarios ornamentos (un chiste común en mi familia consistía en rememorar al artesano italiano de comienzos del siglo, hablo del XX, que al estucar la fachada de la casona palermitana había preguntado: “¿Quiere que le ponga todas esas caras y todas esas guirnaldas?”),  para encajarle en su lugar un imaginario techito de tejas, no lo bastante oblicuo como para resguardar de una lluvia, de un solazo reales,  es un modo de aniquilar lo conocido, y en ocasiones de afearlo, pero también de soñar. Caminando por la calle Maza me preguntaba por el sentido de esos sueños. ¿Por qué son tan distintos, tan múltiples? Esas fantasías plurales que colocan unas mayólicas azul eléctrico en una parte de la vieja fachada, pero no en la otra, quizás porque los cuadraditos brillantes no alcanzaron para cubrirlo todo, ¿de dónde vienen?  Una sola cuadra de la calle Maza contiene todos los deseos, por lo común inconclusos, de un vecindario imaginativo lleno de aspiraciones vagas, de inocentes anhelos.  ¿Pero acaso las caras y las guirnaldas fueron nativas de aquí, y tuvieron más lógica? En esas calles de sueños yuxtapuestos, el invento del chalecito  campestre tipo Hansel y Gretel se superpone al de aquel tano estucador. Es claro que París, donde todas las casas son iguales por ley –ninguna puede ser otra cosa que gris ni alcanzar una altura de más de seis pisos, salvo en zona de oficinas–  tiene más armonía y unidad,  lo cual le da su aire inamovible, de museo, pero, y a medida que pasan los días en el incorporado Boedo  comienzo a darme cuenta, le faltan sueños.

A la mirada perpleja desprovista de bases históricas, porque base de suelas, como ya he dicho, hay, la salva y la completa una segunda mirada más alerta, menos nublada. Esas mismas suelas, sin ir más lejos, han resultado ser obra de una comunidad armenia cuya presencia terminan por revelarme los carteles de las vidrieras, que hablan del genocidio a manos de los turcos. Como amo a los armenios y los acompaño en sus justos reclamos, más no necesito para sentirme en casa.  Y justo ahí, en la esquina del caserón donde vine a caer por la mejor de las razones, el azar, me encuentro con una cantina amarilla llamada La Tacita cuyo aspecto y milanesas me encantan, pero de la que no sé nada. Hasta que mi amigo de París, el poeta boedense o boédico José Muchnik, me cuenta: “Cuando Borges dirigía la biblioteca Miguel Cané, en los años veinte, al salir del trabajo y luego de haberse pasado el día escribiendo ‘La biblioteca de Babel’ se venía a tomar un vino patero al bodegón de Boedo e Inclán”. La que completa el cuento es la dueña de  la casa donde transcurren mis primeros tiempos de adaptación: “El vino patero lo hacia el dueño, en el patio de atrás. Estaba prohibido, así que lo servía en tacita y con tetera para que pareciera té. Borges venía con la bohemia de esos tiempos, pero los otros parroquianos eran malevos de facón al cinto”.  La escena que surge ante mis ojos me vuelve adicta al barrio: Borges tomándose el supuesto té con ademanes finos, y los de la melena dura en la nuca, o crencha engrasada, mandándoselo al garguero con un envión goloso que habrá dejado estupefacta a alguna inglesa desesperada amiga de Mallea, de paso por el lugar.

Lo demás sube de entre los adoquines redondos, grandes enemigos de los tacos femeninos, pero también grandes resistentes que se han abierto cancha en medio del asfalto negruzco y blanduzco, dejándolo de a parches mientras  ellos, humildes pero triunfantes, hacen crecer plantitas por los intersticios y ascender  un olor.  ¿A qué? A infancia.  Tan de ningún lado no debo ser si mi nariz lo percibe. Yo no sabía de los negocios armenios, hoy frecuentados por bolivianos que vienen a buscar esas extrañas bases para venderlas ellos, no me pregunten dónde, ni de Borges chupando vino patero con el meñique alzado, pero de ese olor sí que sabía, la prueba es que me vuelve.  Ojo, no tengo nada contra Francia, mi país de adopción, pero precisamente lo que siempre he afirmado acerca de ella es que, salvo lo literario, nada nos une.  Nada previo, nada anterior. Siempre he dicho también que esa ausencia de lazos me dejaba más libre, y que ser extranjera era más fresco y desasido que el sentimiento de pertenencia, ese que a menudo pesa quintales. Lo digo y lo repito, sí, pero qué bueno descubrirme olfateando con ganas lo que desde hace tiempo no he querido añorar.

La última novela de Alicia Dujovne Ortiz es “La más agraciada”.

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