Cerebros cortos y bastones largos

Relato textual de los hechos que figura en la denuncia penal presentada ante la Justicia por el decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Rolando Víctor García contra el jefe de la Policía Federal general de brigada Mario A. Fonseca por “lesiones graves calificadas con alevosía y ensañamiento. Vejaciones y apremios ilegales”.

El 28 de junio de 1966, el general Juan Carlos Onganía derrocaba al presidente Arturo Illia, disolvía el Congreso, destituía a la Corte Suprema y prohibía los partidos políticos. Un mes después, el 29 de julio, el decreto ley 16.912 colocaba a las autoridades universitarias bajo las órdenes del Ministerio de Educación, eliminando así su autonomía.

El Rector y el Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires no aceptaron subordinarse al poder político y varias facultades fueron ocupadas por estudiantes y docentes.

Esa noche, policías con cascos y palos irrumpieron violentamente en Perú 222, sede de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Forzaron puertas, rompieron ventanas, inundaron las aulas y el patio con gases lacrimógenos, insultaron y golpearon a los estudiantes y docentes, incluidos el decano y los miembros del Consejo Directivo, y los llevaron detenidos. Con menor intensidad, algo similar ocurrió en Arquitectura y Filosofía y Letras.

La historia recordaría esta infame jornada –acaecida hace medio siglo– como “La noche de los bastones largos”.

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El que sigue es el relato textual de los hechos que figura en la denuncia penal presentada ante la Justicia por el decano –vigente en esa instancia– de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Rolando Víctor García contra el jefe de la Policía Federal general de brigada Mario A. Fonseca.

La querella se afinca en la comisión de “lesiones graves calificadas con alevosía y ensañamiento. Vejaciones y apremios ilegales”.

Manifestaba entonces García: “Por todo lo expuesto,  a V. S. pido: En su oportunidad, se condene al máximo de la pena prevista por el art. 144 bis, último párrafo del Código Penal al general de brigada Mario A. Fonseca y demás responsable del hecho, con costas”.

“Como es público y notorio, señor Juez, he sido decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires hasta el momento en que, con la sanción por el Gobierno actual de la Ley Nº 16.912, he cesado en mis funciones.

Cuando en los medios universitarios fue conocido extraoficialmente el texto de dicha Ley, integrantes del cuerpo legítimamente encargado de la conducción universitaria, es decir del Consejo Superior de la Universidad, se reunieron en el Rectorado cambiando ideas y adoptaron la decisión que fue hecha pública. Era el viernes 29 de julio de 1966.

Terminada la reunión, me dirigí a la sede de la Facultad donde me he desempeñado hasta estos hechos, la cual se encuentra ubicada en el viejo edificio de Perú 222-272, donde llegué entre las 21.30 y 21.45 aproximadamente.

En la casa estaban presentes, en ese momento, alrededor de trescientas personas, entre ellas quince integrantes del Consejo Directivo de la Facultad, alrededor de veinte profesores, además de docentes auxiliares y estudiantes hasta alcanzar aquella cifra. El clima, Señor Juez, era de expectación, pero calmo y no violento.

Se celebró una reunión del Consejo Directivo, donde por catorce votos con una abstención, el cuerpo ratificó la decisión tomada por el señor Rector de la Universidad, ingeniero Hilario Fernández Long, decanos y otros miembros del Consejo Superior.

Una compacta barra siguió el desarrollo de las deliberaciones, con la firme calma de quienes testimonian su adhesión espiritual, esa adhesión que siempre se aprecia por quienes –como nosotros los científicos y los que tenemos verdadera vocación universitaria, que es vocación de universalidad humana– no disponemos de otra fuerza que la de nuestras ideas y nuestro deber.

Como medida de prevención ante posibles ataques exteriores –llamados telefónicos anónimos daban cuenta de que elementos activistas de la misma orientación que aquellos que recientemente protagonizaron actos de violencia en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo, de pública notoriedad– ordené que se cerraran las puertas de acceso de la Facultad, que dan sobre los números 222 y 272 de la calle Perú.

Indiqué entonces a quienes se encontraban en la Sala de Consejo y sus inmediaciones, que quienes desearan abandonar el edificio, en previsión del posible ataque al que he hecho referencia antes, lo hicieran y efectivamente hice abrir la puerta que da al número 272 de la calle Perú, por la que salieron algunos profesores, gran parte del personal administrativo que aun quedaba en la casa, docentes, auxiliares y alumnos.

Aunque no tuve ninguna confirmación oficial ni notificación de ninguna especie, se me informó por algunos alumnos que habían oído se había anunciado por un megáfono de las inmediaciones de la puerta más próxima de la calle Alsina, que personal policial había dado orden de desalojar el edificio.

Obviamente, dado mi carácter de autoridad de la casa y no habiendo recibido notificación oficial –como lo dejo expuesto– decidí esperar que ella se produjera, por respeto a la propia dignidad de mi investidura. Mi obligación, por otra parte, era resguardar los bienes físicos de la Facultad.

Solicité a quienes quedaban en la casa, lo hicieran en el más absoluto orden, sin recurrir a acto de violencia alguno y sólo a título de solidaridad moral con las autoridades legítimas de la Universidad.

En un momento dado, previa rotura de los vidrios que dan al Aula Magna de la Facultad, comenzaron a introducirse por los huecos bombas de gases lacrimógenos, disparadas según supimos después por personal policial.

El aire se tornó irrespirable, y en consecuencia, habiendo dado suficiente testimonio con nuestra presencia de la ilegitimidad de la medida que venía a destruir años de trabajo al servicio de la ciencia, la cultura del pueblo y el progreso social, hice indicación a todos los presentes de retirarnos del edificio, en perfecto orden y sin realizar acto alguno de resistencia física a la acción de las fuerzas policiales.

Así, encabezando la masa ordenada de profesores, graduados, docentes auxiliares y alumnos allí presentes, me encaminé a la salida de la Facultad que da sobre el número 222 de la calle Perú; a mi lado caminaba el Dr. Arístides Romero, Secretario de la Facultad.

Mientras tanto, personal policial había penetrado a la Facultad. Efectivamente: mientras nos dirigíamos en demanda de la calle, vimos salir del Aula Magna de la Facultad una fuerza policial, que se desplegó en el patio interior de la casa y comenzó gritos e insultos hacia nosotros, indicándonos imperativamente bajáramos con las manos en alto, lo que obviamente hicimos ante la exhibición de fuerza que se hacía. Por los atuendos que vestían los integrantes de la fuerza, advertí que pertenecían al Cuerpo Guardia de Infantería.

La columna por mí encabezada, Señor Juez, se movía sin gritos ni desórdenes, silenciosamente, hacia la salida de la Facultad. Cuando fue enfrentada por las fuerzas policiales, las mismas semejaban una horda bárbara al asalto de un templo. Sus integrantes proferían gritos e insultos del más grueso calibre, como auto estimulándose para la acción que desarrollarían: esgrimían armas y largos palos como así cachiporras policiales.

Me adelanté hasta llegar al lado de un oficial de policía cuya jerarquía no pude precisar, pero que resultó ser quien encabezaba la fuerza de ocupación, y le hice presente mi condición de decano de la Facultad, al tiempo que le señalaba que el despliegue policial era innecesario por cuanto ningún acto de violencia podía esperarse del grupo universitario que seguía mis pasos.

El oficial me respondió que como Decano, nada me acaecería pero simultáneamente un policía uniformado que estaba a su lado, profiriendo una especie de alarido mezclado con insultos de grueso calibre contra mi persona y mi investidura (hago notar que por imperio de la misma Ley Nº 16.912, seguí técnicamente siendo Decano de la Facultad al ocurrir estos hechos), se descargó un fuerte golpe sobre mi cabeza, alcanzándome en la zona occipital derecha, golpe éste que me aturdió y me hizo trastabillar.

No obstante ello, volví a dirigirme a otro oficial, haciéndole presente mi condición de Decano y autoridad de la casa: la respuesta no se hizo esperar. Un nuevo golpe se descargó sobre mi cabeza. Mientras tanto la fuerza policial seguía profiriendo insultos de grueso calibre mezclados con gritos antisemitas.

La actitud totalmente pasiva de quienes estábamos dentro del recinto universitario, constrastaba con la saña policial. Con fuertes gritos siempre mezclados con insultos irreproducibles, la fuerza policial nos ordenó que nos colocáramos de cara a la pared, con los brazos en alto; obedecí a esa orden, como la acataron mis acompañantes, pudiendo ver a mi lado sangrando profusamente de una herida en la cabeza, al Dr. Arístides Romero.

Pero no paró allí el ensañamiento del personal policial. La alevosía parecía ser atributo de los integrantes de esa fuerza de choque, puesto que a quienes se iban colocando de cara a la pared y con los brazos en alto, se les aplicaban fuertes palazos en la región lumbar, por la espalda, en situación de indefensión. No se respetó a mujeres ni hombres mayores, y así fue lesionado la mayoría del núcleo universitario.

En esto consistía, Señor Juez, la “heroica” actitud policial: en vejar con insultos y palos a mujeres y hombres de paz, indefensos y desarmados. La historia juzgará a esa tropelía contra la cultura de nuestro pueblo.

Pasó un lapso que no puedo precisar, hasta que las órdenes de la fuerza policial se hicieron imperativas. Sólo se oían los gritos de los policías, los golpes que aplicaban, su accionar. Del grupo universitario, silencio, sin responder a la provocación evidente.

Se nos mandó encaminarnos a la salida de Perú 222, y se formó una doble hilera de policías, por entre la cual debíamos pasar. Comencé ese camino, y fue entonces cuando la agresión física –más cobarde aun, si cabe– se reprodujo. Me fueron aplicados dos golpes más en la cabeza, del lado derecho, y varios en la región lumbar y uno de los integrantes de la fila me arrojó un golpe sobre el lado derecho de mi cabeza. El golpe lo detuve levantando instintivamente la mano derecha, yendo a dar el palo sobre el canto de esa mano, y el dedo meñique de ese lado. De resultas de ese golpe resulté con la fractura de ese dedo. Apaleados por la doble fila de policías, fuimos saliendo a la calle. Allí nos esperaban camiones celulares. Nuevamente di a conocer mi investidura a un oficial de policía quien me indicó me entendiera con un comisario inspector que estaba de pie a pocos metros de la entrada. Pude así, mantener un diálogo con una persona de ropas civiles que dijo ser el comisario inspector jefe de la zona, a quien requerí me explicara la situación, y le informé que el Vice Decano, el Secretario y varios profesores habían sido golpeados como yo, solicitándole se les permitiera salir a la calle y se les diera atención. Además señalé que debía darse inmediata atención a los heridos que sangraban a su vista y paciencia. El oficial superior no atendió a este pedido, limitándose a dar una indicación a un cabo con ánimo manifiesto de que no se cumpliera esa orden, a tal extremo que a su vista ese sub oficial penetró a la Facultad, sin atender a un estudiante que sangraba profusamente como consecuencia de los golpes recibidos en la cabeza.

En las inmediaciones estaba estacionado un automóvil desde el cual se impartían órdenes. Interrogué al comisario inspector indicado sobre la identidad de quien impartía las órdenes y dirigía el procedimiento policial: se me respondió que en dicho auto estaba el general de brigada Mario A. Fonseca, jefe de la Policía Federal que era el jefe del operativo.

Algún oficial de policía de los que pululaban por allí, dio incluso el nombre del operativo. Se trataba de un procedimiento llamado “Operativo Escarmiento”, minuciosamente preparado e instrumentado para castigar la pacífica rebeldía de los científicos argentinos. No son palabras mías, Señor Juez, sino de un oficial de policía.

No quiero relatar a V. S. las innumerables gestiones realizadas en las comisarías 1ª, 2ª, 4ª y 22ª, donde se alojó a los profesores, docentes auxiliares y estudiantes detenidos por la policía. Pasado un lapso fueron recuperando su libertad previa identificación los profesores y docentes auxiliares; más tarde por orden de V. S. que había tomado intervención en el sumario, recuperaron la libertad los estudiantes detenidos”.

Como ha dicho Rolando García, “es una simplificación equivocada pensar que durante aquella oportunidad había un grupo de policías que quería romper cabezas. No, eran policías que, instigados por civiles e incluso por universitarios, intentaron —y lograron— romper el escenario”. El 70 % de los docentes-investigadores de Ciencias Exactas renunció y muchos emigraron al exterior. Esto, sumado a la nueva purga de la misión Ivanisevich-Ottalagano en 1974 y a la sangrienta dictadura militar de 1976, generó casi dos décadas de decadencia, que comenzaron a revertirse lentamente desde el retorno a la democracia en 1983.

 

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