Un pandémico domingo de otoño

O cómo salir de la rutina sin arriesgar el cuero. Mario Bellocchio

 El almacén de Jesús Gabela, Estrada y Emilio Mitre, Parque Chacabuco, c. 1960,

 

La casa es confortable. Un patio con algunos canteros y banco de plaza al frente y un pequeño jardín con patio y parral al fondo. No hay motivo de quejas mayores a la hora de soportar el encierro pandémico. Pero la rutina agobia y entristece de manera que convoca al paseo dominguero en los melancólicos tiempos del suicidio de las hojas y de algunos que deciden menospreciar los riesgos del virus.

Todo ha cambiado para siempre –reflexionamos con Virginia, mi esposa, ya próximos a nuestros treinta años de libreta–. ¿Quién puede creer que volveremos al cariñoso beso como saludo entre amigos y conocidos? ¿Al apretón de manos como oferta de confianza? ¿Que volverán las proximiscuidades de hace poco más de un año? ¿Qué nos vamos a sacar fácilmente de encima la lavandina y el alcohol fino?

A buen resguardo consciente, los adultos mayores, como se nos llama ahora evitando el despectivo “viejos”, solemos optar por las caminatas mientras las tabas respondan y el contacto o la vecindad desordenada no ponga en riesgo el cuidado salubre. De manera que para romper la monotonía también sirve el auto, un modo de aislación rodante, romperutinas y segura.

El domingo en que comenzó el otoño incursionamos por los bosques de Ezeiza –más concurridos que Florida en los tiempos de bonanza–, cuyos cuatrocientos pesos de peajes –doble tasa por 15 km– invitan a responder al saludo del empleado de la cabina: “baje el arma que vengo dispuesto a entregarle el dinero”.

Este domingo la predisposición era más modesta: un “yiro” de parques cercanos, el “matelisto” a pleno y alfajores de chocolate negro de algún maxikiosko cercano. La gracia era ubicar un rinconcito acogedor donde bajarse y hacer el consumo disfrutando de un aire libre “distinto” del casero sin multitudes de entorno y, fundamental, encontrando estacionamiento, cosa que, a la vera de los parques, se transforma en misión imposible, por lo que el viaje derivó en recorrida evocativa de mi viejo barrio de “las casitas” de Parque Chacabuco, el de los pasajes poéticos…, De las Ciencias, Del buen Orden, De las Artes…

Debajo de la autopista se ofrecía, vacante, un lugar para dejar el coche –¿Caminamos por acá? A poco de andar la pendiente de Tejedor hacia el parque nos invitó al descanso. Sorbo de mate y mirada: De las Artes; estaba detenido en la esquina de Fernando, una familia amiga de la infancia. –Allí vivía Daniel Verdaguer –¿Cuál es la casa? –No existe, se la llevó la autopista…, quedaba ahí… –¡Ah!

Aquella casa blanca era la de Luis Moreno, –todos amigos míos conocidos de Virginia.

Aquella otra, la de la Santa Rita, era la de un “adulto mayor” al que le decíamos Cañita. Hace 70 años acá jugábamos a la pelota y cuando caía la Pulpo en su casa… –No la devolvía… –¡No, peor, salía con una cuchilla y la cortaba en dos! La venganza llegaba para las fiestas ¡le llenábamos el frente de rompeportones al viejo amargo!

Aquellos eran tiempos en que era otra la higiene, otro el contacto, otra la vida… Solemos decir que todo tiempo pasado fue mejor aunque solo podemos asegurar que fue distinto. Hacía más de treinta años de la gripe española de la que muy pocos tenían memoria y don Jesús el almacenero tomaba y envolvía en papel de estraza fideos, azúcar, fiambres, quesos con sus manos que acababan de despachar querosén o anotar, mojándose en la lengua el lápiz tinta, la cuenta pendiente de pago en la libreta de tapas de hule negro… y su propio libraco. El “Gargantini”, tinto, venía envasado. Pero el “Bataglia” te lo despachaba de la barrica, embudo mediante.

Un cochambroso carro tirado por caballos recogía la basura domiciliaria en la puerta de casa donde la familia la juntaba en un tacho de cinc con tapa –que no siempre “tapaba”, dadas sus abolladuras– que había que ir a rescatar donde los “basureros” lo dejaran luego de descargarlo en el carro –mitad adentro y mitad afuera–.

Las primeras alarmas que conocimos por epidemias, allá por 1956, yo tenía 16-17 años, también como ahora, cambiarían muchas costumbres. Recuerdo como todo el mundo salió con su balde con cal a darle brocha a los árboles, a la acaroína en los transportes públicos y la lavandina en los patios y pasillos, se anotaron como el reglamento no escrito del vecindario.

Ahora el Covid nos eligió a nosotros, los veteranos, como víctimas, en ese entonces fue a los pibes. Años duró la pertinacia de lisiados adultos y el recuerdo de la trágica lista de afectados en las vías respiratorias. Hasta que apareció Salk y luego Sabín con su maravillosa vacuna oral: un par de gotas en un terrón de azúcar resultaban ser la más deliciosa golosina infantil.

Y ahora, los jovatos más veteranos, tenemos la primera dosis de Sputnik V –es mi caso– aplicada aquí cerca, como mirando la tribuna de avenida La Plata desde la Jacobo Urso (sólo para “cuervólogos” diplomados). Y Virginia, inscripta, aguarda el llamado mientras llegan tremebundas noticias de países limítrofes y de increíbles incrédulos que siguen provocando a su propio contagio parecería que ansiosos por desparramar al implacable virus.

A cuidarse. Acá, en este barrio, cuando llegó la polio, todo el mundo entró a usar lavandina y hasta un osado llegó a exigirle al gallego Jesús Gabela, que se lavara las manos antes de despacharle medio kilo de fideos ¡Y lo logró sin remilgos!

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