Los triunfadores del mañana

Por Mónica López Ocón|

De las Academias Pitman egresaban pianistas escriturarios. Debían percutir sobre teclados mudos durante varios meses para obtener el título de dactilógrafo que los convertiría en los triunfadores del mañana. El éxito que prometían los anuncios consistía en la posibilidad de continuar tecleando sus melodías inaudibles en las oscuras oficinas del porvenir. Los aspirantes al triunfo solfeaban en silencio la musiquita de la primera línea del teclado: qwertyuiop, qwertyuiop, qwertyuiop, hasta aprenderla de memoria. Al cabo de unos meses, la melodía inaudible estaba tan incorporada que formaba parte de la sangre del dactilógrafo.
Era extraño aquel aprendizaje que, según afirmaban, conducía a la dicha laboral. Mientras las manos estuvieran sobre las teclas había que fingirse ciego con la misma convicción de un actor. Las yemas de los dedos debían reconocer solas el orden de las letras, mientras la mirada se posaba en la lejanía del porvenir. De la velocidad que cada estudiante pudiera alcanzar en medio de esa voluntaria ceguera dactilográfica dependía su mañana. Los resultados del apredizaje se medían en cantidad de palabras escritas a ciegas por minuto. A aquella sorprendente habilidad de feria que podía desarrollarse en pocos meses se la llamaba “escribir al tacto”. Ser un dactilógrafo, por lo tanto, consistía en desarrollar una ceguera parcial que permitía escribir de la misma forma en que leen quienes padecen ceguera absoluta. De aquel tanteo en las tinieblas -¡quién lo diría!- dependía la mismísima felicidad que prometían las siluetas negras de los avisos: un hombre y una mujer levantando el brazo con su título enrollado como un antiguo papiro en el que se cifrara una fórmula alquímica para descubrir las dichas que el destino había escrito en un código cifrado: qwertyuiop.
Nunca creí que mi porvenir estuviera en una oficina. Es más, nunca creí en el porvenir, esa extraña superstición que nos hace suponer que el presente es sólo un ensayo, un boceto, un borrador imperfecto del mañana. Sin embargo, un respeto reverencial por las máquinas de escribir me llevó a evitar que se me fijara el hábito de escribir con dos dedos y me sometí mansamente, con paciencia oriental, a aquel aprendizaje de melodías sordas y ojos ciegos. Sigo creyendo que el oficio de escribir precisa de una modesta dedicación artesanal, igual que el tejido, el bordado o el encaje de bolillo. Estoy convencida de que reconocer como un ciego la disposición del teclado, igual que escribir con una lapicera que nos permite trazos finos y firmes que embellecen nuestra caligrafía, quizás no incremente la felicidad de vivir, pero sí la de escribir. No por nada Roland Barthes reivindicaba la escritura como un acto de belleza en sí mismo, independientemente de los sentidos que transportara. Hendir en la tablilla de barro, rasgar en la hoja, interpretar melodías secretas en el piano mudo del teclado son formas del placer físico de escribir más allá de lo que se escriba.
Pese a las promesas de las Academias Pitman, nunca alcancé la dicha laboral, no me convertí, a juzgar por mi presente, en una triunfadora del mañana. Y no sólo eso, sino que constaté que en las redacciones de diarios y revistas los periodistas escriben, desde tiempo inmemorial, con dos dedos, negándole todo valor a mi saber dactilográfico. Sin embargo, siento un vago orgullo por haberme sometido a aquellos ejercicios pianísticos para mano izquierda que consistían en escribir, sin mirar, asdf y aquellos otros para mano derecha con los que debía escribir ñlkj, como un principiante al que la profesora de barrio le enseña “Para Elisa”. Cuando mi hija cursaba los primeros años de la primaria me pedía que escribiera en la computadora lo que ella me dictaba. Necesariamente debía cerrar los ojos o mirar por la ventana, mientras ella constataba que no hiciera trampa. Mi escritura a ciegas le parecía una habilidad deslumbrante, como hacer malabarismos, dar sonoros cachetazos de payaso o volar en un trapecio.
Esta nota está escrita con los diez dedos, mientras fijo mi mirada en la pantalla de la computadora o la dejo vagar por la vieja ventana de vidrios traslúcidos que permiten que pase la luz pero no las imágenes, como si intentaran escribir el jardín al tacto. Es un homenaje a los virtuosos de la dactilografía que alguna vez creyeron en las promesas de la Pitman y se adentraron en el corazón de las tinieblas para descubrir tesoros con las yemas de los dedos.
Yo no he logrado la relumbrante dicha que prometía la Pitman. Pero he logrado, a cambio, otra más modesta: mis manos se mueven sobre el teclado con la seguridad que otorgan los aprendizajes que están depositados en la memoria del cuerpo: nadar, andar en bicicleta, tipiar un texto con los ojos cerrados guiándome sólo por el tacto. El teclado es una pequeña patria. Desde la vieja Remington de mi padre en la que aprendí a escribir hasta la computadora, ha permanecido casi idéntico a sí mismo. Asdf, ñlkj y estoy otra vez en casa, en el mundo conocido. En la confusa oscuridad de la realidad, el teclado es un pequeño territorio luminoso. Después de todo, dicen que de la oscuridad nació la luz. Y que en un principio, fue el verbo.

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