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Hospital Álvarez

Había una vez un hombre mayor… Edgardo Lois

Había una vez un hombre mayor que se vio obligado a subir –por demasía de dolores en torno a la huesería y el aparataje pulposo que a ella viene asociado– a un 134. Bondi por Avenida Juan de Garay. Viaje con destino de hospital Álvarez. De Boedo a Flores. El hombre lleva la tarjeta sube en la mano. Nada más. Pero va cargado –los presiente, los adivina, los escribe y describe– con una comunidad de conejos. A esta altura los síntomas mutaron a presencias más o menos juguetonas. Sea en la mancha o en la escondida. ¿Síntoma está?, vos así y vos asá. Piedra libre. Está. Hoy están –como el lobo o el topo– y quizá mañana parezca que no –pero sólo parece–, y entonces vuelta al escenario. A través del hueco, del túnel, del agujero de gusano en la manzana roja de cada día, el síntoma regresa. El síntoma salta. Es cuando deviene conejo. Así le ocurre a este hombre mayor que sube, desde la plena urbanía de su Buenos Aires, al colectivo. No va solo. Acompañado va por los conejos que bien supo conseguir durante la vida.

El hombre escribe, desde que tiene memoria, su novela propia. Y para ello se da cuenta de que necesita saber los nombres de los conejos aparecidos. Viaja en la mañana hacia el hospital Álvarez del barrio de Flores. No va solo. Porta una comunidad de conejos en su sangre.

Todos los viajeros todos en el 134. Cierto nerviosismo en el hombre mayor. Cuando alguno de los conejos se pasa de alborotado, empieza en su misterio interior a aparecer un algo nube, una tibia neblina de Riachuelo –todos llevamos uno–, que lo hace lento de pensamientos, lento de movimientos –salvo su brazo y pierna derecha que no paran de temblar–, y lenta se hace su manera de discernir entre la realidad y un temor que –lo dicho– nubla. Una neblina cruda como mortaja deshilachada.

En un momento implora al Dios que no tiene, que pronto pasen los trenes y se levanten las barreras que mantiene atrapado el bondi donde tanto viajero trata de hacer la sufrida vida en los tiempos crueles del topo. Caras de cansancio. Nadie ríe. La mayoría poseídos por las lucecitas de los dispositivos móviles. Cableado el aparato al cerebro. Nadie habla. Nadie mira. Una comunidad de ausentes. El hombre mayor baja del bondi sobre la vereda del hospital. Al fin respira. Llegó como llegará tantas otras veces. Un universo complejo crecerá a lo largo de sus días de hospital.

Aprenderá a reconocer ciertas referencias en el paisaje general. Ciertos momentos en la mecánica de los días dejarán recuerdos imborrables en su memoria. Sabrá de la fila silenciosa de viajeros con salud afectada sobre la vereda del frente del hospital. Inmersa todavía en la oscuridad de la noche. Cinco de la mañana. Final del invierno. En silencio. Una cuadra y media. Tan oscura la calle. Hay viejos. Hay jóvenes. Madres con su bebé en brazos. Así la imagen de la espera hasta las siete. Hora de apertura del hospital. Los habitantes de la fila aguardan para sacar turnos médicos. El momento de la apertura adquiere giro de ruleta. Asoma una mujer de seguridad e informa a los necesitados qué turnos no hay que pedir. Porque ya no. Sin explicaciones. Ya no. La mujer sentencia: Vengan mañana. La fila avanza lenta. Pasa al lado de las escaleras de la entrada, por el pasillo de la derecha. A la izquierda de la escalera ya está dispuesta la sombrilla azul y blanca bajo la que inicia la jornada el vendedor de churros. El hombre mayor considera, como injusticia o falla grave, la incertidumbre alrededor de aquellos turnos que quedan fuera del juego del día. Cómo es que no hay una manera de informarse cuándo sí es lógico venir a pararse en la puerta del hospital a las cinco de la mañana. Masticaba la bronca al mismo tiempo que empezaba a ser atendido por todo el personal del Álvarez.

Fue con sus conejos a clínica médica. De a uno los fue narrando a la doctora. Una muchacha joven y atenta. Una trabajadora a consciencia. Ella le tomó la presión. El hombre mayor se sentía rodeado por la neblina. Los números indicaron el techo donde rebotaría la tapa de cilindros de no ser controlada la presión. La doctora le dio una pastilla. Urgente. Taza con agua y a bodega. La atención recibida estuvo cerca de durar una hora. Dijo sus conejos mientras un extenso interrogatorio iba bosquejando historia y actualidad. Por qué no vino antes, fue la pregunta. No tenía intenciones de durar tanto, quise ahorrarme las molestias. Las órdenes para estudios se fueron sumando: tomografía, laboratorio completo, neurólogo, y otras.

La doctora le dio pastillas para la presión. Muestras gratis. Una por día. Dijo ella que la viera en dos semanas. Que viniera sin turno a buscar más medicamento. Se dieron la mano. El hombre mayor salió del consultorio con el ramo de órdenes. Órdenes que lo llevaron a conocer la sustancia de la fila tempranera de la vereda del hospital, y a conocer el paisaje interno del Álvarez. Amplio. Con una gran nave central. Y en un afuera de calles la existencia de varios pabellones de planta baja y primer piso. Algunos jardines y plazas mínimas. Escaleras y rampas. Una ciudad. Viajeros en tránsito por todas partes.

El hombre mayor nunca había viajado en el interior de un tomógrafo. Giros existe un cielo y un estado de coma cantaría el poeta. Previo al viaje le colocaron una válvula plástica en una vena del brazo izquierdo. Por ella entraría la pintura de contraste que delata la presencia de conejos. Después la neuróloga mandaría también una resonancia de cerebro. Metió gritos de metal en su cabeza. El hombre mayor llevaba una máscara plástica que por suerte no era la de la muerte roja, y auriculares colocados por donde escuchó Clapton y Sting, entre otros, mientras arreciaban las ralladuras del metal.

Volvió a ver a la doctora clínica. Otra vez lo atendió como si se tratara de un ser humano. Le tomó la presión. La medicación funcionaba. Una pastilla todos los días. En neurología, la primera vez, entre jóvenes residentes, ordenaba un muchacho. Muy atento. Un análisis que duró poco más de media hora. Movimientos varios. Ejercicios para ver qué tipo de conejo se manifestaba. Ordenó medicamento. Una doctora se encargó de darle la cantidad necesaria para iniciar el tratamiento.

Muestras gratis. Una gran ayuda. El hombre mayor no tiene ninguna cobertura médica. No tiene dinero para comprar remedios. Apenas una changa en el mientras tanto de la cadena de la motosierra del topo. El hombre mayor trata de pensar en todas las personas que trabajan en el hospital, y con las que, por distintas razones –los hay administrativos, enfermeros, personal de limpieza, de seguridad, médicos, técnicos, etc.–, tuvo que interactuar durante sus largas travesías para ser atendido. De todo el personal recibió buena atención y respeto. Desde la mujer que inicia el trámite para la tomografía y la resonancia. Desde el hombre que da turnos en el laboratorio. Desde la mujer que hace la extracción de la sangre y, de paso, también de la piedra de la locura en estos tiempos salvajes. El hombre mayor está agradecido al personal del hospital Álvarez.

Se sienta en un banco de madera. Bajo un árbol. Una placita en el hospital. Entre pabellones. Un muchacho toma mate sentado en una escalera de mármol. Está triste. Una monja le está hablando. Una madre cambia el pañal de su bebé sobre otro banco. El hombre mayor piensa en tantas imágenes nacidas en su travesía de hospital. Sabiendo que él mismo es una imagen. Recuerda cómo andaba entre turnos mientras aún vivía en medio de la neblina. Antes de que el medicamento del neurólogo empezara a hacer efecto. A lo largo de la vida aprendió a ver al otro. A comprender la existencia. Es el hospital una buena muestra de por dónde anda la sociedad.

La pobreza está a la vista. Tanta mirada triste. Apagada. Hay quien lleva una vida de injusticias, y sigue esperando, sin chistar, a que le toque. Afuera y dentro del hospital. Sobrevivientes. Hay los que andan cargados con aires de no me importa nada, y entonces tratan de ventajear un lugar en la fila al que no chista, su hermano en la sufrida espera. La ropa y las maneras ponen en evidencia de dónde se viene. En los tiempos crueles del topo, muchos que tenían cobertura médica privada habitan el hospital público. En el Álvarez las esperas son largas. Un remolino de pueblo es la espera en el laboratorio. En las filas queda a la vista esa procedencia, un recién llegado que no está acostumbrado a esperar, que todavía sueña con el trato especial. Los vende la pilcha aún nueva, la postura corporal. Aún duele la caída y la bronca. Entonces la búsqueda ansiosa de la ventaja, el intersticio por donde descontar los derechos del otro. Individualidad y desespero.

Piensa sentado en el banco de madera. Bajo un árbol. El hombre mayor piensa. Agradecido por el trato recibido, más allá de las imperfecciones. Pasan los turnos y ya sabe algo más sobre el nombre de los conejos que habitan su cuerpería. Sucedidos, imágenes, anota el hombre mayor en la novela propia.

 

Edgardo Lois / Noviembre 2024 / Buenos Aires

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