El patroncito de la vereda

Podría decirse que, mientras las lunas suburbanas invitan a soñar, el tango recurre a las veredas para mantener los pies sobre la tierra. Tito Vaccaro
  • “Veredas que yo pisé”, cuenta Cátulo.
  •  “Tu casa, tu vereda y el zanjón…” dibuja Homero.
  •  Y el Cele Flores le dice a la pebeta: “cuanto estés en la vereda y te fiche un bacanazo…”.

Podría decirse que, mientras las lunas suburbanas invitan a soñar, el tango recurre a las veredas para mantener los pies sobre la tierra. La observación parece coincidir con una de las mejores maneras de bailarlo: sin andar mirando al cielo para no chocar, ni mostrarse empecinado en sacarle viruta al piso.  No está mal que una suerte  de equilibrio se sume a la destreza y la pasión para moverse  en la milonga. Y en la vida. Y en Boedo.

Con solo once años, Facundito parecía entenderlo de ese modo. Le decíamos así porque jugaba de wing derecho y pateaba muy fuerte, como  Héctor Facundo, puntero del San Lorenzo campeón de 1959. Sin embargo, José Luis –nombre auténtico de aquel pibe morocho, de baja estatura y ojos vivaces– nunca había visto jugar al infalible “shoteador”. Varios de nosotros, de la mano de los respectivos viejos, íbamos con frecuencia al Gasómetro original, pero a él le bastaba escuchar los partidos por radio para alimentar su afición futbolera.

Seguro de sus cualidades como jugador, aceptaba el alias con total naturalidad. Era de los primeros elegidos en el “pan y queso”  de los picados  y  titular indiscutido de nuestro equipo en los campeonatos de San Antonio.

Estaba siempre dispuesto a jugar, salvo los sábados por la mañana, porque, como decía con cierto orgullo, “ese día yo laburo”. Facundito era el único hijo de Rosa Montoya –por eso algunos  también lo llamaban “Montoyita”–, una  salteña de mirada mansa con quien ocupaba la última pieza de una casa en Colombres al 700. Sin hombre conocido, la mujer sustentaba la economía familiar en su incansable labor como costurera. Sumaba, a su vez, el armado de canastos que apilaba bajo la galería del fondo y eran retirados los viernes por el dueño de la mimbrería de Venezuela.

Una noche, mientras cenaban,  el chico le dijo que quería  ayudarla a “parar la olla”. La respuesta no fue inmediata. Pero llegó serena.

–Vea usté –no lo tuteaba, aunque él a ella sí–, por ahora no hace falta. Pero si quiere puede ganarse algo para sus gastos… Las cocas, el Billiken y todo eso…

–Voy a buscar trabajo.

–Pare, pare… Por ahora tiene que seguir estudiando…

–¿Entonces?–

–Le voy a dar una idea. Si le gusta, ya tiene las herramientas.

–¿……….?

–La escoba y la palita de chapa. El sábado, a eso de las nueve se va para Boedo, entra a cada negocio y le pregunta al dueño si quiere que le barra el escalón y la vereda. Que cobra un peso y que si se hace cliente, ochenta centavos…

No le costó mucho la ejecución de una tarea tan sencilla, pero la mayor utilidad consistió en el ejercicio del diálogo con posibles clientes, aprendizaje que sería la base, años más tarde, de su eficacia como viajante de comercio.

No faltarán hoy memoriosos que recuerden haber transitado veredas más pulcras que las actuales. Y quizás alguno se atreva a afirmar que vio al chico barrer frente a las sastrerías Nosotros y Los Dos Petisos, la armería pegada al cine Los Andes, la zapatería Princesa o la librería Peuser. Seguramente, recibirá la imagen desde neuronas viajeras instaladas en el corazón, las mismas que llegan a la mente de los millones de argentinos que vieron el gol de Grillo a los ingleses o se cruzaron con Gardel por la calle Corrientes.

Claro que actualmente sería difícil volver a ver una experiencia como la de Facundito. Otra época, otras costumbres, otros pibes. ¿Otras veredas? Luego de las modificaciones llevadas a cabo por diversas administraciones comunales, pocas calles de la ciudad  poseen veredas tan anchas como nuestra avenida. La soltura para pasear es evidente y la amplitud alcanzada permite no solo el tránsito peatonal sin tropiezos sino, también, la cómoda instalación de mesas para consumos gastronómicos.

De todos modos, así como los guías de turismo invitan a mirar hacia arriba para ver las cúpulas y los balcones, no está demás, mirar un poco hacia abajo. Se podrá entender, entonces, por qué estas porciones de patria chica que nadie puede trasladar fueron motivo de inspiración de algunos elegidos.

Vamos Julio Sosa, vuelva a cantar, que “El Ciruja”, ya libre de la gayola, está “campaneando un cacho e sol en la vereda”.  Y usted, Rivero, diga por que “las viejas baldosas, borrachas de pasos recogen las huellas que vengo a dejar”. Manuel Romero escribe con melancolía “Parao en la vereda, bajo la lluvia que me empapaba, la vi pasar”. Chico Novarro le habla al “Viejo cordón de mi vereda, la luna y el hollín te hicieron gris”. Allí se para  La Tere para  diseñar en un poema su paisaje callejero: “Cordón, vereda, umbral…” Y Argentino Ledesma, delante del bandoneón de Héctor Varela, sigue cantando: “Cuando tu pasas caminando por las tardes repiqueteando tu taquito en la vereda…”.

Tiempo que pasa.

El recuerdo de Facundito es la excusa dulce para creer que nada se ha perdido. Allí están nuestras veredas, alfombras para caminantes sensibles en la avenida mayor. Franjas de suelo patrio en la comarca que no traiciona.

Y explique, Julián Centeya, por qué hay barrios que no se rinden:

 

“La luna besa mis calles y un tango la besa a ella,

soy un barrio que hoy es centro y ayer fue orilla y leyenda,

me dormí siendo farol, me desperté siendo estrella”.

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