17 de agosto. El ocaso de un héroe

Otilia Da Veiga. En 1822 San Martín había llevado a cabo su grandioso plan estratégico para emancipar a Chile y Perú y a fines de ese año se encontraba en Mendoza, en la chacra “Los barriales” cuando su suegra, Tomasa de Escalada le escribe en los siguientes términos:…

“No creo posible que usted venga, Pepe. Más aún, lo creo sumamente imprudente. No sé qué le habrá escrito Remeditos en las dos cartas seguidas que le envió…, pero ella no está al tanto de lo que pasa… No he creído conveniente, delicada como se halla, informarla de nada. Yo le escribo hoy, Pepe, como madre de Remedios y como amiga de usted y le repito que no venga. El estado de la pobrecita no es tan desesperado. Tal vez pueda pasar el invierno y si lo pasa, vivirá ¡Dios lo quiera!

De todos modos es evidente que si lo aprehendieran y juzgaran a usted, ese dolor sí, la mataría con más seguridad que un puñal… Además, Pepe, no olvide que tiene una hija con dos nobles apellidos cuya honra hay que salvaguardar. ¿Quién les quitaría la mancha causada por un juicio y una condena, así fuesen absolutamente injustos? ¿Quién apartaría de la mente de la niña ya crecida, ese tenaz dolor.: “mi padre fue juzgado y condenado por traición, por sus compatriotas…, mi padre, el gran General libertador de naciones…, sí… ¡Quién la salvaría de ese dolor y de ese odio?”

Contrariando los buenos deseos, el 3 de agosto de 1823, en la quinta de sus padres, en Caseros y Monasterio del actual barrio de Parque de los Patricios, moría Remedios Escalada. El General San Martín no pudo viajar, por impedírselo la hostilidad del gobierno de Rivadavia con sus miserias políticas. Castigo impuesto al hombre que había regresado de Chile con la certidumbre de que la acción bélica en América había terminado, pues la libertad del Continente era un hecho espiritualmente logrado. Para dar cima a la empresa sólo faltaba dar el último paso que, en Guayaquil debió ceder a Bolívar frente a las presiones del gobierno de Rivadavia al que convenía que el Alto Perú continuara en manos de los realistas. Así comenzó otra etapa de su vida; veintiocho años de contradicciones y silencios, vividos lejos de América. Huyendo de los fríos de París, buscando un bálsamo para su salud quebrantada en el clima más benigno de Boulogne Sur Mer, vivió de 1834 hasta su muerte en 1850 por generosidad de su benefactor, Alejandro María Aguado.

Sus restos fueron depositados en las bóvedas subterráneas de la Capilla de la Catedral de Nuestra Señora de Bolonia, cedida por el Abate Haffreinge “Hasta que la Patria lo devuelva a su regazo”. Tuvieron que transcurrir casi treinta años hasta que Nicolás Avellaneda repatriara sus restos, el 28 de mayo de 1880. Hoy descansan en la Catedral Metropolitana.

 

Datos extraídos del Diario de la Historia Argentina

(O.D.V.)

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