Mis “mascotas”

Ahora llaman mascotas a los animales domésticos. Mario Bellocchio

El patón, Light, Mariposa y Zapping

Ahora llaman mascotas a los animales domésticos y casi toda la promoción comercial se dedica a los alimentos balanceados, un fastuoso negocio que, como los pañales descartables, ahorra tarea a los propietarios de gatis y perris con “alimentos” que no requieren otro esfuerzo que verterlos en el plato donde comen los animalitos. El negocio ha desarrollado toda una industria mascotera que incluye hasta zoo-juguetes como elementos mordibles de plástico.

Mi extensa vida está surcada por la compañía de animales domésticos, generalmente perros, que me entregaron su amor incondicional a cambio del mío.

Allá lejos, en la niñez aún, aparece la imagen de “el Lobo” una especie de pequeño Lassie negro –el perro de los “nonnos” en la quinta de Moreno– que tenía la doble personalidad de su ruda actitud de guardián mezclada con la mansedumbre de dejarse someter por los niños –mis hermanos, primos y amigos vecinos– como animal de tiro de los “carritos” que solía inventar con restos abandonados de coches cuna para bebés.

Así también de lejana aparece la imagen de “Tavo”, un minúsculo doberman-pincher que se introdujo en una de las primeras tragedias infantiles: se escapó y murió atropellado por un vehículo en la puerta de mi casa.

De ahí salto, como sólo puede hacerse con los recuerdos, unos veinte años hasta la aparición del “Patón”, un puro perro grandote con vestigios de dogo con hocico, pero de cuerpo más esbelto. Eran los últimos años del viejo cuando el perro “lo sacaba a pasear” por la vereda del parque.

Virginia lee en compañía de Light

Y en otra garrocha del almanaque a los bichejos de mi madurez.
Conocer a Virginia, mi esposa, fue conocer a Light su perrita. Una adorable “whippet” beige –un galgo de menor alzada– que de ahí en más fue compañía y amor perruno. Cuando en sus últimos años sufrió la parálisis de su cuarto trasero llegué a fabricarle un carrito para que pudiera desplazarse.

En vida plena de la pichicha, una mañana encontramos refugiada en el patio delantero de nuestra casa una gatita “sietecolores” –que en realidad son tres: negro, blanco y naranja– que acababa de parir una deliciosa prole de seis gatitos que tuvimos que colocar entre amigos e interesados. La pobre parturienta ¿lucía? descalabrada y, por lo que nos dijo el veterinario, quemada con agua hirviente. Pero los cuidados de madre y padre putativos lograron el milagro de su rehabilitación y la recuperación de su hermoso pelaje.

“Mariposa” y “Light” compartieron durante un largo tiempo amor y hogar sin zoo-celos visibles, aunque a veces tenían sus “discusiones”. “Mariposa” la sobrevivió unos cuantos años en los que su habitual actitud de sobremesa nocturna era la de trepar y enroscarse en mi cuello para “lavarme” la barba con su lengua rasposa.

Casa gatuna, un día apareció el “Gris”, un atorrante callejero, que nunca quiso cambiar su libertad por comida segura. Hasta que se pescó una peste que le producía secreciones oculares y nunca más se hizo ver por casa pero le pasó la enfermedad a Mariposa que en semanas murió con irreversibles –nos hizo saber el veterinario– problemas respiratorios.

Recuerdo el regreso de la veterinaria con el cuerpito de Mariposa en una caja de vino, llorando a moco tendido, al punto que una señora que se cruzó conmigo por la vereda me preguntó si me podía ayudar. Los restos de Light y Mariposa descansan en el jardín de Somellera, mi casa.

Pero, uno nunca sabe, a mi trayectoria con animalitos domésticos todavía le faltaba un ¿último? episodio. Una madrugada me despierto con las primeras luces y observo con cierta inquietud que el cortinado traslúcido de la puerta tiene unos movimientos espasmódicos inexplicables. Al encender el velador me entero de que el tironeo lo producía un pequeño sapito que con sus saltos trataba de alcanzar la luz exterior.

Pala de barrido con mango mediante, lo “convencí” de que se dejara transportar al jardín, lugar por demás confortable para los de su especie.

Ha perdurado el misterio de cómo llegó un sapo a una casa urbana más amurallada que un castillo escocés, por lo que elegí crear una teoría, nunca confirmada, de que aún renacuajo fue transportado por alguna tormenta y depositado entre las hierbas para su desarrollo.

Y así comenzó la prolongada estadía de “Zapping” –inmediatamente bautizado– en mi casa. Virginia lo sobrebautizó como el “Ñoqui” porque sostenía, con razón, que el individuo no cumplía con su función de come-larvas y los mosquitos tenían su festival en el patio del fondo.

Lo cierto es que nos tenía acostumbrados a sus apariciones y desapariciones vinculadas a lo climático. Su reglamentaria hibernación con los fríos y sus espontáneas apariciones con las lluvias donde solía andar con ágiles saltos y trepar la escalera a la terraza tanto como escalar una alta maceta para disfrutar instalado, rechoncho, las bondades de la sombrita de alguna pequeña planta floral.

Hace unos días, llevaba a la terraza a tender la ropa lavada y me encontré por última vez con Zapping, muerto tratando de atravesar la infranqueable reja que protege al jardín de la invasión gatuna con intenciones de descomer, diría Miguel Ángel Ponte.

Por qué trató de trepar es tan misterioso como su llegada a nuestra casa. Lo cierto es que Zapping nos acompañó durante muchos años como representante de una inusual categoría de mascotas, aquellas que se las arreglan solas y no requieren piedritas, ni sacarlas a pasear ni más alimentación que las que se consiguen por su cuenta y sin embargo manifiestan su presencia y comparten ámbitos como pasajeros de un viaje común, la vida.

 

 

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