Echar raíces

4 de septiembre, día del inmigrante. Por Mario Bellocchio
Agustín y Antonia, los abuelos paternos, y sus hijos, Albino y Pablo, mi padre. C. 1920

Cuando el nonno armó sus valijas de cartón, allá en el lejano Bobbio, unos pocos kilómetros lo separaban de Genova y la tercera clase del piroscafo. Después la travesía, las ansias, las concreciones, los desencantos… Siempre el esfuerzo, el denodado esfuerzo… El desarraigo y el arraigo. Allá por el Centenario ya fue posible traer a la novia que había quedado esperando las mieles de l’America. Entonces sí, con la llegada de los hijos, las raíces calaron profundo, para siempre. Quedarían hasta el último suspiro: la imposibilidad de pronunciar la “jota” y el acento afrancesado del dialecto bobbies. Pero con la nonna fueron orgullosamente “arquentinos”, por amorosa adopción voluntaria.

Es la fracción de historia personal que encaja con precisión de generalidad en los cánones del 80% de nuestro pueblo, tal la proporción de descendientes de inmigrantes preferentemente italianos y españoles, pero de ningún modo en forma exclusiva.

Ya a partir de nuestra propia Constitución se establece que “El Gobierno Federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes”.

Los 18 años que trascurren entre los gobiernos de Mitre, Sarmiento y Avellaneda –a 1880– reciben el impulso de los tres mandatarios a las primeras experiencias de corrientes inmigratorias. Aquella pionera Colonia Esperanza de Aarón Castellanos en la Santa Fe de 1865, los asentamientos de Entre Ríos, los galeses en Puerto Madryn… “Gobernar es poblar”, sostenía Sarmiento, aunque, en lo concreto, prefería a los inmigrantes anglosajones que a su juicio “tenían mayor habilidad mecánica, hábitos de ahorro, capacidad de trabajo y respeto por la autoridad”, desechando a los judíos, españoles e italianos, entre otros candidatos posibles.

La despoblada extensión de nuestras tierras, en gran proporción vírgenes de todo cultivo y excepcionales para desarrollarlo, fue el principal acicate local de fines del siglo XIX. Las primeras experiencias se transformaron en oleadas que, sólo en la década de 1880, superaron holgadamente las 800.000 personas, ahora sí manifiestamente españoles e italianos en abrumadora mayoría.

Hasta comienzos del siglo XX, desde nuestros orígenes independientes, habían llegado al país más de dos millones de españoles, la mitad de los cuales adoptó esta tierra para siempre.

Los italianos, mientras tanto, no quedaban rezagados en esa estadística: tomando los 50 años que van de 1880 a 1930 se contabilizó la llegada de más de 2.300.000, con un pico que rozaba el medio millón allá por el Centenario.

Es tarea imposible para esta escueta crónica enumerar los atractivos del nuevo terruño y las causas expulsoras que precipitaron a nuestros abuelos a abandonar el suyo. Las hambrunas, las persecuciones religiosas y políticas del siglo XIX, tuvieron clara continuidad en sendas contiendas mundiales, en la Guerra Civil Española y en las cacerías del nazismo y el fascismo.

La descendencia de las grandes masas iniciales ya había dado sus propios hijos. La posguerra recuperaba aceleradamente los campos arrasados y las ciudades derruidas de la vieja Europa, cuando el gobierno justicialista decretó el “Día del Inmigrante” como homenaje a aquellas viejas generaciones laboriosos que se asentaron en nuestra tierra. El 4 de septiembre, a partir de 1949, excedería al pasado preponderantemente hispanoitálico para trascender en los paraguayos, los bolivianos, los coreanos, los chinos…, que encuentran a nuestro lado raíces para su futuro.

Paradójicamente, muchos de nosotros, frutos de aquellas semillas de “vientos de agua”, debimos transitar la ruta inversa alzando la vista en la búsqueda de hipotéticos mejores futuros, o soportar ese camino de nuestros hijos y nietos con la resignación de su ventura.

Padre de hija españolizada desde hace treinta años, que me dio nietos españoles, invirtiendo el destino emigrante, evoco la epopeya del nonno Agustín y la nonna Antonia.

¡Soy…! la raíz, del país que amasó con su arcilla. / ¡Soy…! Sangre y piel, del “tano” aquel que me dio su semilla…/ Adiós, “Nonino”… qué largo sin vos, será el camino. / Dolor, tristeza, la mesa y el pan… / Y mi adiós… ¡Ay…! Mi adiós, a tu amor, tu tabaco y tu vino… “Soy tu panal y esta gota de sal, que hoy te llora “Nonino” *

 

(*)Del inmortal “Adiós Nonino” que Piazzolla compuso para su padre y Eladia Blázquez rubricó con su poesía: 

                               

                              Mario Bellocchio

 

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