Catecismo y comunión en 1940

Por Edgardo Lois

Tuve la suerte de llegar hasta el territorio desde donde se nutre la memoria; pude saber del valor de las historias reconstruyendo el pasado, sosteniendo el presente, soñando con la oportunidad de seguir vivas en el futuro. Las historias son como los hombres: una voz para el relato, un desarrollo, y un deseo de suerte para la travesía.

Llegué a las historias de la mano de mi padre: Rolando Augusto. De sus manos recibí los primeros libros, y desde su memoria y voz empecé a enterarme de las historias otras, las que no están en los libros, aquellas que nacen y respiran desde el cotidiano de la vida. Siempre escuché las historias que me contaba mi padre, mi viejo. Multitud de relatos nacidos en órbita al barrio de Boedo, el lugar donde Rolando asegura haberse hecho hombre. Nacido en 1930, y ya con 86 pirulos de porteño, mi viejo sigue contando historias. Vivió en distintos barrios, y en todos los paisajes y tiempos, sea desde la infancia, el trabajo como pintor de obra o practicando el arte con los pinceles finos, Rolando siempre me regaló una historia. Creo que por todo este tesoro con aroma de palabras, desde hace varios años, no hago más que contar historias con mi herramienta: la escritura. También tuve mi propio barrio de Boedo, mi patria.

Hablando hace unos días con mi viejo, y no recuerdo cómo apareció el relato, no sé si yo le di pie con una hilacha palabrera, no sé si fue Rolando quien pinchó en la memoria, y entonces pregunté; quiso la suerte que a veces aparece en los días, el costado mágico que lleva toda jornada, que en ese ida y vuelta naciera relato, historia y finalmente maravilla. Mi viejo otra vez contaba un “sucedido”.

En 1939, Ángela, la mamá de Rolando, o sea, mi abuela, mandó a estudiar el catecismo a sus hijos: Virginia, Rolando y Reinaldo. El impulso religioso nacía en Ángela. El abuelo Julio Martín se mantenía al margen del reino de Dios.

La familia Lois vivía en un conventillo, Avenida Independencia 746, y los pibes iban a tomar clases de catecismo a la iglesia Inmaculada Concepción, en Independencia y Tacuarí. Pero ocurrió una desgracia: Virginia enfermó de difteria y murió a los 7 años. Rolando y Reinaldo dejaron de ir a la iglesia.

La muerte suele tener diversas consecuencias, y una, en aquellos años, se traducía en la costumbre de cambiar la casa donde se vivía al momento de la llegada de La Parca. Entonces la familia Lois fue a vivir a Salta 434. Supongo que por esas cosas de la vida, y de los miedos con los que la religión suma seguidores, los hermanos Rolando y Reinaldo volvieron a catecismo de la mano de Ángela. Esta vez a la iglesia Montserrat, que quedaba sobre Avenida Belgrano.

La concurrencia a estudiar catecismo decreta, por lo general, un destino de comunión. Pero en el momento de acomodar tiempos y melones surgió un nuevo problema atado a la pobreza. En la iglesia se tomaba la comunión de punta en blanco, mujeres y varones. Blanco riguroso. Fue Ángela la encargada de decirle al cura que en su casa no había con qué, y entonces, el empleado de Dios sobre la tierra, ofreció para la ocasión una especie de guardapolvo blanco hecho en una lona rústica. Ahí sí, recuerda Rolando, se metió Julio Martín, dijo: Con esa porquería, no. Marchó Ángela a ver al cura. La propuesta de mi abuela fue: Rolando tenía un trajecito color marrón, pantalón corto, y Reinaldo, uno gris, misma estética.

No se sabe si por orden de arriba, o por un simple arranque humanitario del cura, fue aceptada la vestimenta. Pero siempre salta un conejo en la vida del pobre, y todavía más en la de un ateo como el abuelo Julio Martín. El nuevo inconveniente era que los pibes no habían sido bautizados, y sin bautismo, chau comunión. El cura, pensando en el recuento de almas a su cargo cuando le llegara su turno de rendir stock, ofreció una propuesta que los Lois no podían rechazar: podía bautizar a Rolando y Reinaldo, el sábado, después de los casamientos de la noche, en el patio de la iglesia. El domingo era la comunión.

Ángela le pidió a sus hermanos: la tía María y el tío Miguel, que hicieran de padrinos de bautismo, pero al parecer hubo un desencuentro de día y hora. Entonces, Julio Martín llamó a su amigo, el vasco Salustiano Jausarás y su señora, también fue de la partida su hijo Pepe. Ellos fueron parte de la ceremonia en representación de los padrinos.

Recuerda Rolando que Jausarás dibujaba y pintaba, como también lo hacía Julio Martín. El Vasco dibujaba con anilina, y cuando abría sus puertas la exposición rural, iba y vendía dibujos. Julio Martín iba, pero no vendía. Les compraba una porción de pizza a Rolando y Reinaldo, y nada más.

Sucedió entonces que el sábado, cerca de la medianoche, los hermanos fueron bautizados.

La comunión fue el 8 de diciembre de 1940 en Nuestra Señora de Montserrat. Pero antes hubo otro inconveniente: los hermanos nunca se habían confesado. Rolando, luego de la confesión, debía rezar 3 Padre Nuestro y 2 Ave María. No lo hizo, no le gustaba rezar; a veces, cuando Ángela se enojaba, de noche, antes de dormir, hacía rezar a los hijos que le habían quedado.

En esos años, se acostumbraba que las casas de fotografía hicieran publicidad en las iglesias a través de simples volantes impresos para ser entregados en mano. Este era el caso de la casa Rodin, arriesga Rolando que posiblemente dicho comercio estuviera sobre calle Uruguay.

La comunión en domingo se desarrolló sin sobresaltos, y en la semana, mamá Ángela, volante de Rodin en mano, marchó con los hermanos preparados para el evento: la fotografía, la detención del tiempo, aquello que era y aquello que ya no será, el click: el sonido de la muerte de Barthes. Una bulla sabihonda de la que nada podían saber los integrantes de aquella familia Lois.

Este acontecimiento pegado a la primera comunión se desarrolló con normalidad. Luego del click, le entregaron a Ángela una factura con la suma a pagar cuando se retiraran los retratos (dos por creyente, idénticas poses).

Al domingo siguiente tocaba la segunda comunión. Reinaldo aceptó tomarla, pero el pichón de ateo que ya habitaba en Rolando, hizo pie en su esquina y contestó que no iba.

Y el “no” siempre tuvo que ver también con la respuesta que Ángela se daba para sus adentros. Sucedía cada vez que se encontraba con la factura de Rodin, cada vez que pensaba en las fotos de sus hijos: uno con trajecito marrón, el otro con uno gris. No había dinero. No hubo, no habría el dinero necesario. Pasaron los años, y Ángela nunca tuvo la guita. Pero eso sí, guardó con decisión la factura.

Sucedería en esta historia, digamos que, poco menos que un milagro, y eso que, salvo Ángela, nadie en la familia terminó creyendo en Dios. Supongo que la factura habrá aparecido dentro de un cajón, o dentro de un libro, o dentro de un sobre que guardaba una estampita. El caso es que volvió a la luz de otro presente, y fue tenida en cuenta por Reinaldo. Habían pasado 30 años desde la comunión en el 40. Tomó la factura y se fue hasta Rodin.

Existió la espera y un depósito ordenado. Las fotos aguardaban a los pibes. Tanto penar de Ángela por el dinero, y al final a Reinaldo no le cobraron nada, un reconocimiento por haber guardado tanto tiempo una factura de Rodin.

Rolando, mi viejo, el que cuenta historias, guarda sus fotos, supongo que Reinaldo habrá hecho lo mismo.

 

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