Todo era una plaza

Por Tito Vacaro |

En nuestro territorio no había toboganes, ni hamacas de madera; no había sube y baja ni caminitos de ladrillo. Pero tampoco había rejas, ni guardianes de uniforme; no existían los areneros para perros ni fuentes  de agua cristalina.

De vez en cuando alguno decía “vamos al parque”. Entonces cruzábamos la frontera de Avenida La Plata y por Doblas llegábamos al Parque Rivadavia. Subíamos a la base de mármol del monumento a Bolívar para acariciar las patas de su imponente corcel de bronce y bromeábamos con las estatuas blancas, primeras mujeres desnudas que encendían la fantasía preadolescente. Tiempo después supimos que ese parque, al que muchos llamaban Plaza Lezica, pertenece al distinguido Caballito.

En excursiones parecidas,  también  superábamos otros límites barriales. Por Colombres y su continuación Salguero, aterrizábamos en Plaza Almagro, o tomando por San Juan nos dirigíamos a la querida Plaza Martín Fierro, instalada en el vecino San Cristóbal.

Estas tres plazas “oficiales”, ubicadas fuera de nuestro barrio, eran una suerte de Mercosur de pasatiempos sin precio. Se trataba de espacios que solíamos compartir con pibes de la región, aunque no faltaron ocasiones en que fueron  escenario de disputas a puño limpio o combates librados a pura gomera artesanal.  Cuesta entender hoy cómo no quedábamos  heridos en el campo de batalla; siempre continuábamos jugando sin rastro alguno de lesión o traumatismo.

Lo cierto es que Boedo, luego de inolvidables gestiones que merecen perpetuo reconocimiento, debió esperar hasta hace pocos años para tener su plaza propia. De todos modos, aquellos chicos del  tranvía y la Bidú atravesamos  tiempos gloriosos sin notar la carencia; porque para nosotros todo era una plaza.

En las veredas, cada ocho metros había un árbol; podían ser plátanos o fresnos, como los de Agrelo. Estaban fijados en cuadrados de tierra marrón que se convertían fácilmente en cancha de bolita. Erguido como un mástil inconmovible, el tronco. Trepábamos fácilmente para sentarnos en algún refugio de la copa. Monos urbanos con las manos sucias,  tomábamos las del siguiente escalador y, de un tirón, los sumábamos a la aventura.  En verano, el follaje era morada de gorriones siempre alegres.  Las ramas delgadas,   despojadas de sus hojas,  se convertían  en manojos de varillas flexibles, ideales para cazar las mariposas que volaban por la zona.

Las calles eran un polideportivo de acceso gratuito. Con tiza blanca dibujábamos autódromos para bólidos de plástico comprados en la librería; sobre el asfalto del pasaje Spegazzini carritos con rulemanes interrumpían las siestas; las chicas en las veredas jugaban a las estatuas o a saltar la soga,  y en días de Carnaval, cuando no nos enfrentaban con coraje, huían velozmente de nuestras implacables bombitas de agua.

Sin límites. Sin miedos.  Sin peligros.

Todo era una plaza. Todo.

La vegetación se extendía por los patios domésticos: algunas parras protectoras y miles de macetas alineadas,  con flores dulces y plantas acariciadas por mujeres hacendosas. Otras variedades también se lucían en jardines que daban a la calle, protegidas por pequeños muros y enrejados, poco eficaces para contener nuestra invasión.

En Yapeyú, un pino era iluminado a fin de año,  una palmera reinaba en Castro Barros y no faltaban  limoneros  cargados de frutos ni el amparo de alguna enredadera . “Cercos y glicinas”, escribió Cátulo en su despedida a Homero.

Naturalmente, en nuestro mapa reinaba  su majestad, el fútbol. Los curas salesianos esperaban  con las puertas abiertas en la canchita de San Antonio –pegada al cine, sobre Independencia– , que primero fue de tierra y luego de un asfalto áspero como esmeril.  Si hacíamos unas cuadras podíamos llegar a campos de juego  embaldosados, disponibles en San José de Calazans y San Francisco de Sales. Claro que para jugar a cuanto se nos ocurriera estaba la residencia del más sublime,  San Lorenzo,  con ilimitada variedad de deportes practicados en distintos espacios de la sacra patria recuperada.

Sin embargo, la mejor cancha era la propia calle. Adoquines desparejos, generadores de notables destrezas. Sólidos como convicciones, juntos, codo a codo, para que, sobre ellos,  el juego iluminara la cara de pibes que tenían futuros posibles. Y enmarcando las piezas del casillero surgía la hierba. Eran yuyos verdes, nobles como en el tango de ayer. No eran brotes falsos, como en los discursos de hoy.

Tuvimos plaza. Tuvimos juegos. Tuvimos esperanza.

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