La ciudadPrimera plana

Un horizonte mezquino

De la Ciudad AC (Antes de Cromañón). Clelia Volonteri

En ese entonces me gustaba ser porteña. Había elegido vivir en un departamento en el barrio de San Telmo, en un décimo piso. Pequeño, luminoso. Pero el horizonte era amplio, sin límites. La belleza de la ciudad y la vista hacia el río. Cada mañana veía salir el sol sobre el horizonte. Y recordaba un poema “en los días claros se puede ver Colonia”. Todo luz y poesía, ese espacio invitaba a la contemplación y el regocijo. Era inevitable escribir poemas a mi ciudad y a su gente. Y, sobre todo, a su horizonte: ”El río caudaloso/bello/nos abraza.//Agua de león/delirio insondable/vida y más vida/ (loca vida)/un bautismo neonato.//Río distinto/con disfraz oceánico/ (como es océano el amor/que nos brota/y nos vuelve temerarios).//Atalaya de asombro/para otear un horizonte/que a cada instante se dispara/”.

 

 

Cromañón. El local momentos antes de la tragedia

Pero en una noche de diciembre un imbécil encendió una bengala en un recital de rock. En un local cerrado. Y con ese gesto desafiante –tanto los músicos como el dueño del lugar habían pedido reiteradamente que no lo hicieran– no solamente selló el destino de los cientos de muertos, asfixiados y aplastados. También desencadenó una serie de sucesos que hicieron que la Ciudad perdiera la belleza de sus calles, el acceso libre al río y, lo peor, despojara a sus habitantes de horizonte.

El gesto del imbécil fue una mano torpe que derrumbó enseguida las piezas de dominó de la precaria vida de los porteños y su capacidad de discernimiento. Porque a partir de entonces se eligió, pertinaz y tozudamente, a lo que constituye un destino fatal del cual parece imposible escapar.

Ahora –2021– es la pandemia. Y escuchar la repetición automática del discurso de los medios hegemónicos.

Pero disculpen, yo quería hablar del horizonte. No es el mismo tema; o quizás es el mismo. El imbécil de Cromañón los trajo a ellos. Saturaron de cemento a la ciudad de la furia, ensañados especialmente con las orillas del Río de la Plata, el “río color de león”. Así lo llamaba Lorca, que adoraba pasear por la Costanera.

 

 

Pero ahora es todo cemento, cemento y más cemento. Y rejas, rejas y más rejas. En plazas, calles y paseos. La alegría está enrejada, la esperanza está enrejada. El horizonte, mezquino y cercenado. El hermoso empedrado de las calles antiguas, reemplazado por homogéneas franjas de cemento. Todo tan feo, como siempre el fascismo lo es. Enormes torres de poderosas empresas fueron tapando mi horizonte hacia el río. Tampoco ya es posible el acceso libre a la costanera. Y era tan auspicioso esperar el amanecer junto al río, cuando los uruguayos nos enviaban cada día el sol.

Ya no es posible admirar jacarandás en muchas calles de la ciudad e ir pisando las flores azules que regalaban a las veredas. El carril diferencial para colectivos –que dieron en llamar metrobús– dio por tierra al verde de las avenidas, dando un aspecto semejante al de los cuarteles. Es que a ellos siempre les gustaron los uniformes.

Ahora da lo mismo estar encerrados por más de quince meses, para qué salir si las calles de Buenos Aires han perdido su peculiar encanto. Queda el consuelo de escuchar rock, encerrada y sin el riesgo de que alguien encienda una bengala.

Y repetir el verso de Fito “En esta puta ciudad/matan a pobres corazones”.

 

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