Tomalo con soda…

Soda, sifones, vino con soda…, algún tinte nostálgico que pronto desaparece al transformarse en realidad contemporánea. Mario Bellocchio
  • En un corralón de Barracas
  • Esperan que vuelvas, el mate y la hamaca…
  • La sopa de arroz y el puchero
  • Y el vaso de vino con soda y con hielo.

 

      • “En un corralón de Barracas”
      • Letra : Homero Manzi (década de 1940)
      •  Música : Juan Carlos “Tata” Cedrón (2008)
Típico carro del repartidor de soda de los años 40’s (El sifonero)

Porque, convengamos, pocos de nuestros consumos alimentarios tienen una historia tan añosa como las aguas carbonatadas efervescentes que, cuentan, ya los romanos del Imperio que tenían acceso privilegiado a denarios y sestercios se regodeaban con sus cosquilleantes tragos, tan digestivos como caros  y negados al acceso popular.

Así las cosas, el oneroso placer viajó en la historia vaya a saberse con qué usos y costumbres que ignoramos hasta llegar a 1741, año en el que un inglés llamado William Browning, experimentando, inyectó ácido carbónico en un envase con agua mineral, esperó la reacción del burbujeo y se mandó un trago tan placentero que de inmediato se dispuso a comercializarlo. Pasarían años, sin embargo, antes de la aceptación popular de las gaseosas. Aparecerían las bebidas cola –la famosa Coca Cola– y centenares de sucedáneas saborizadas.

Todos los mejunjes inventados para carbonatar agua tenían, en principio, fines medicinales vinculados a la digestión, propósitos que al ser inocuos y placenteros se propagaron sin contención ni culpa. También surgieron laboratorios medicinales, como el del doctor Miles en Norteamérica, quien patentó una de las invenciones relativas al burbujeo de aguas potables para comercializar el conocido Alka-Seltzer en 1931.

Pero, para no desviarnos del eje, la soda, sigamos los pasos de un tal John Mathew, un investigador británico que en 1832 inventó un sistema industrial para saturar el agua con gas carbónico y de esta forma popularizó un agua potable sin otros aditivos que el gas, la soda, el “agua con burbujas”, dejando la libertad al consumidor de añadirla a lo que se le ocurriera: un jugo de frutas, un whisky, un Campari, un vermut, un fernet, un vino…(1)

A partir de esa época es que llega la soda a la Argentina.

Todo muy bien con el contenido. Pero tratándose de un producto cuya magia era el burbujeo gasífero el problema era el envase. Vale decir: cómo presentarle al consumidor el agua gasificada sin que se perdieran las burbujas a la primera apertura.

A nuestro país, la primera distribución masiva llegó en 1860 de la mano del vasco Domingo Marticorena quien fundó la primera fábrica de soda y licores sobre la calle 25 de Mayo, entre Bartolomé Mitre y Cangallo (hoy Perón), convirtiéndose en la primera de toda la región. Seis años después, la fábrica pasó a manos de los hermanos Pedro, Andrés y Juan Inchauspe que se trasladaron a la calle Venezuela entre Balcarce y Defensa. En 1886, la firma quedó en manos de Pedro Inchauspe, quien produjo una nueva mudanza a Independencia 456.

Araujo al 500 en Villa Luro, aún sobrevive a la topadora de Larreta

Y ya a comienzos del siglo 20, la fábrica se instaló en la avenida San Juan 2844 –en nuestros días supermercado “Vea”, a metros de lo que hoy es el barrio de Boedo– y adquirió el nombre de “La Argentina”, ampliándose, a un gran depósito ubicado en la calle Araujo al 500, en Villa Luro, un enorme edificio supérstite de toda esta historia. Esa denominación de la empresa estaba asociada para las aguas gasificadas, mientras que Destilería Argentina Inchauspe y Cía. se utilizaba para los licores y otras bebidas como el  Fernet Visconti y el Chinato Garda (un guindado) entre las más conocidas.

La empresa registró las marcas “Neuss” y “Cunnington” produciendo con ellas el Indian Tonic, la Neuss, el Ginger Ale, entre otras bebidas sin alcohol. En ese terreno de la calle San Juan también comenzó la producción de la histórica Soda Belgrano (2).

Y hete aquí que puede asegurarse que el envase dedicado a esa soda estableció una marca singular al utilizar una regordeta y gruesa botellita de vidrio de 220 centímetros cúbicos con una tapa de cerámica que bordeada por un aro de goma y ajustada por un resorte rectangular de acero operable manualmente, protegía las burbujas de lo no utilizado en el primer servicio de la bebida. Una pintoresca solución a la carencia de sifones –de producción más onerosa– que perduró años en el mercado y hasta tuvo un imitador: la “Soda Resorte”.

Cuentan que en el Boedo de la década de 1960, un pibe “cocacolero” de esos tiempos se le apareció al padre con un aparato montado sobre una botella de litro –por entonces de grueso vidrio–  de la adictiva y popular bebida, el que, por medio de una palanquita, hacía manar la Coca del envase. –¡Viejo: mirá lo que se me ocurrió –dijo orgulloso. ¡Hijo mío! Acabás de inventar el sifón… –le respondió el padre con suficiencia cachadora.

El vaso sifoide de Savarese

Es que pocos inventos de la humanidad reconocen tantos “padres” como el popular sifón. Hasta el tipo que auténticamente se le ocurrió un aparato muy similar al actual, un tal Savaresse, autor del “vaso sifoide”, debió luchar en aquellos tiempos –la década de 1830– de inventores y patentes en disputa, con la reserva de autoría en forcejeo variado.

El invento de la botellita del resorte tenía un competidor que corría con ventaja, el sifón. El aparato tenía además de su practicidad, la absoluta reserva gasífera del contenido hasta su última gota. Claro que, en los comienzos, mientras no se producían en el país, importarlos de Checoslovaquia, Hungría y Austria desequilibraba la balanza. Pero cuando en 1908 comenzó a fabricarlos localmente la cristalería Rigolleau, el sifón pasó a formar parte de la mesa popular para siempre con el abaratamiento de costos que produjo la novedad de elaboración.

Allá cerca del Centenario, cuando abrió la cristalería en Berazategui y se pudo eludir la costosa importación, los sifones eran todavía un artículo de lujo.

Los estratos sociales en los sifones: verde, rosa y azul

En la web del Museo Taube (3) encontramos algunos datos curiosos sobre su coloración vinculada a la clase social de los consumidores: “De cada 1000 sifones que mandaban hacer las soderías, 800 eran verdes (en distintas tonalidades) 150 eran azules y 50 eran rosas. Algunas soderías no fabricaban sifones rosas”. ¿Y qué tiene que ver el color del sifón con su distinción presunta? “El sifón de color rosa, se hacía con oro”, de modo que, aunque la soda no era en sí misma un consumo que distinguiera clases, sí lo era a bordo de qué envase se la consumía. Relata Taube que en la mesa del rico o la del profesional no se veían los mismos sifones que en la mesa obrera. “Lo que hacía la diferencia entre clases sociales era el reparto, ya que los botellones rosas (con oro), y algunas veces los azules, se les entregaban a la sociedad de clase alta, como médicos, abogados, empresarios; entonces el botellón verde quedaba para la clase media y baja de poco poder adquisitivo”. Vaya uno a saber qué prejuicios gobernaban la selectiva distribución. Imaginamos una línea de pensamiento que podría caber en “yo también tomo soda como cualquier atorrante, pero vean en qué envase”.

A comienzos de la década de 1930 se produce un notable cambio en la distribución del producto: los sifones, que hasta entonces se compraban en bares y almacenes, comienzan a distribuirse a domicilio por medio de carros de tracción a sangre y aparecen el cajón de sifones –fuerte, sólido, de madera con el nombre del elaborador del producto estampado a fuego– y el sodero, típico personaje porteño incluido a su pesar –o no– como protagonista de decenas de historias de erótica imaginación en su aproximación a los hogares de la ciudad. Aquellos hogares donde se había hecho costumbre meterle soda al “vino común de mesa” –las bodegas mendocinas eran aun mayoritariamente productoras de vino a granel– un brebaje expendido en botellas de litro en tres calidades: tinto, clarete y blanco –el “Gargantini”, el “León”, el “Tomba”, el “Alto de Sierra”… El chorro de soda los hacía tomables y refrescantes. “Y el vaso de vino con soda y con hielo”, decía Manzi en los 40’s, una costumbre muy arraigada hasta que una treintena de años después comienza una ruptura de calidad de los vinos de consumo masivo con la aparición de los vinos reserva y la consecuente disminución del uso de la soda.

“Cruz del Sur” –de Arizu– nos recomendaba: “Estírese un poquito”, con la imagen de una modelo que trataba de alcanzar una botella de un estante alto mostrándonos sus bellas piernas, refiriéndose a los costos de un envase de tres cuartos con una calidad de vino más bebible por sí solo. Se comenzó a producir vinos nacionales de gran calidad y los sommeliers execraron el agregado de soda o hielo. Simultáneamente los fabricantes de soda se enfrentaron a un par de problemas graves: la plastificación de los cabezales dada la prohibición del uso del plomo por su toxicidad y la motorización del reparto: sale carruaje, entra camión, la ciudad moderna exigía otro traslado para los sifones que parecían haber encontrado su declive.

Pero fue un amague, no más. Los prejuicios desatados por los sommeliers encontraron un indoblegable adversario en las costumbres y retornó el uso de la soda hasta con los vinos reserva –que los entendidos debieron aceptar con resignación–, exacerbado por la aparición de los “tetrabricks” portadores de brebajes que piden la soda a gritos, modas como el fernet de imprescindible chorro de soda y tantos otros usos de la tradicional bebida burbujeante ahora ya en sifones plásticos retornables en su caja plástica transportados por un camión que te deja en casa el “pata e lana”(4) del sifonero.

 

(1). A. S. Moya; La bebida con gas que revolucionó el mundo de la medicina; https://www. abc.es/ciencia/

(2). Datos de la investigación de Mauricio Giambartolomei; nota: “El curioso destino del imponente edificio de la primera fábrica de soda del país”. Diario “La Nación”. 16 de mayo de 2022.

(3). Museo Taube. Se trata del icónico espacio de Berisso, Museo de la soda, Av. del Petróleo Argentino 799, Berisso, Provincia de Buenos Aires. Tel.: 0221 422-8449.

(4). “Pata e lana”. Aquella denominación lunfarda que incorporó Adolfo Castello para identificar al amante de una mujer casada.

 

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