Rutinas

De viejo, reviejo, las rutinas se instalan sin pedir permiso. Tomás Martínez desde Madrid

De viejo, reviejo, las rutinas se instalan sin pedir permiso. Forman parte de una conspiración universal que consigue hacer a cada uno de los mil cuatrocientos cuarenta minutos de hoy idénticos a los de ayer. Y así siempre. ¡Qué aburrimiento!

Inmovilizados de esta forma, no hace falta que ningún Sistema se ocupe de nosotros, que nos controle. Nuestra propia rutina, convertida en particular Gran Hermano, siempre vigilante, es como un Ángel de la Guarda, que nos lleva por buen camino. Lo peor del asunto es que apenas nos damos cuenta, distraídos en hacer lo que dicen que nos conviene y dejando de hacer casi todo lo que nos apetece. O que recordamos que nos apetecía.

Comienzo el día exactamente con la  misma rutina que tengo al ir a dormir. Bien me gustaría ser más divertido, más imaginativo también en esto, pero atiendo a norma médica de obligado cumplimiento para tratar de doblegar mi natural tendencia a ir demasiado dulce por el mundo. Contra mi inclinación a pasteles, flanes y natillas, dos amarillentas pastillas con forma de minúsculo dirigible, principio y final de todas las cosas. Ya aprendí en el Catecismo: Contra gula templanza.

Otra tendencia a la rutina es mi actual costumbre de irme por los Cerros de Úbeda cuando me pongo a escribir cualquier historieta. Porque empecé con la intención de contar algo concreto y todavía estoy en puertas. Demasiados rodeos marean a cualquiera.

Durante varios años de niñez y algunos de adolescencia, viví dentro de una nube azucarada. Así como suena. Éramos una familia contaminada por el medio ambiente creado en el negocio donde y del que vivíamos. A un lado estaba el amplio obrador de aquella pastelería, con unos medios parecidos a los que tendrían los fundadores árabes de aquella ciudad castellana. Al otro extremo de la alargada vivienda, la luminosa tienda de Confitería María Rosa, en lo mejor de la Calle Mayor.

A lo largo del pasillo que unía el lugar donde se fabricaban los dulces y el sitio donde los clientes se los llevaban, circulaban grandes bandejas y cajas con las mercancías, derramando aromas por la vivienda. Azúcar respirable por cuerpos siempre endulzados.

Cada día desayunaba en la cocina de mi casa, casualmente dentro del obrador, cerca del gran horno de leña donde bollería, bizcochos y pastas, recibían su toque final. Mientras tomaba mi café con leche y algún producto de aquella manufactura, fisgaba al maestro Ferrero haciendo cremas, hojaldres o bizcochos borrachos. No menos activos andaban por allí Esteban y Paco, colaborando en tareas complementarias. La gata negra y yo éramos espectadores silenciosos, con los ojos bien abiertos, de aquel arte suculento ceñido a rutinas centenarias y experta profesionalidad.

En el resto de la casa, en nuestra vivienda, también había lugares destinados al negocio. Al lado de los dormitorios, una pequeña habitación hecha estanterías, almacenaba montones de resmas de papel timbrado de envolver, bandejas y cajas de cartón para armar, bombones y caramelos a granel y más cosas que no recuerdo. En otro espacio algo extraño, con ventanilla al portal de la casa, había trastos domésticos y  un  armario alto y estrecho lleno de cachivaches diversos. Tapado por ese armatoste, escondido, había un aguardillado pasillito que ocultaba varios sacos de azúcar y de harina, indispensables para la actividad, pero de comercio legalmente prohibido, aunque tolerado, y más, en la práctica.  Rutina de hipocresía establecida.

Bajando de los famosos Cerros, asocio las pastillas amarillas de hoy al azúcar respirado antaño. Tengo que pensar seriamente a que parte de mi vida debo asociar las otras ocho pastillas que rutinariamente  distribuyo a lo largo del día siguiendo pautas recibidas. Ando dando vueltas también a lo que todavía recuerdo de mi cursada asignatura de Resistencia de Materiales. Puede ser que mi materia prima tenga obsolescencia programada o que me aburro demasiado y ando buscando tres pies al gato.

Esto de pensar y pensar es una puñetera rutina que no se me pasa. Tendré que buscar una pastilla que al menos evite los daños colaterales. Ya hace un par de siglos hablaban de la funesta manía de pensar.

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