“Que se vayan todos”

Un 19 y 20 de diciembre de hace 20 años aparecieron las cacerolas como medio de protesta. Mario Bellocchio

Estalló la crisis que se venía gestando largamente y que el ministro de Economía Domingo Cavallo se encargó de rubricar con el “corralito”, una disposición del Gobierno que restringía la extracción de dinero en efectivo de los bancos y que impactó fuertemente en la clase baja, mayormente no bancarizada, y la clase media que se vio fuertemente restringida para sus movimientos económicos. Fue una crisis política, económica, social e institucional, potenciada por una revuelta popular generalizada bajo el lema “¡Que se vayan todos!”, que puso en jaque a las instituciones, más allá de que determinó la renuncia del presidente Fernando de la Rúa, dando lugar a un período de inestabilidad política durante el cual cinco funcionarios, en un breve período, ejercieron el Poder Ejecutivo Nacional.

Todo sucedió dentro del marco de una crisis mayor que se extendió entre 1998 y 2002, causada por una larga recesión y finalmente disparó una crisis humanitaria, de representatividad, social, económica, financiera y política. Durante la crisis fueron asesinadas por agentes de seguridad del Estado y privados 39 personas.

Ya el 13 de diciembre las centrales obreras habían declarado una huelga general y simultáneamente comenzaron a producirse estallidos violentos en algunas ciudades del interior del país y del Gran Buenos Aires, mayormente saqueos por parte de sectores de la población desocupados e indigentes, robos de camiones en las rutas, robos comunes y cortes de calles en las ciudades.

La caótica situación derivó en la declaración del “estado de sitio” por parte del presidente, medida que causó el efecto de arrojar nafta a las llamas con el estallido social generalizado de la noche del 19 de diciembre, provocando la salida a la calle de decenas de miles de personas en todo el país para manifestar su descontento con el Gobierno y sus representantes y se extendió toda la noche y el día siguiente, cuando se impartió la orden de reprimir a los manifestantes, con el fatal saldo de 39 muertos a manos de los represores. A posteriori se pudo comprobar que la mayor parte de las personas que participaron en las protestas fueron autoconvocadas y no respondían a ningún partido político, sindicato u organización social estructurada. El 20 de diciembre a las 19:37 De la Rúa renunció y dejó la Casa Rosada en helicóptero.

Durante los siguientes doce días se produjo una alta inestabilidad institucional que llevó también a la renuncia del presidente designado por la Asamblea Legislativa Adolfo Rodríguez Saa. El clima de inestabilidad social y económica, así como el desconocimiento generalizado de legitimidad a los representantes políticos, se extendería a los años siguientes.

Las manifestaciones en la calle continuaron durante varios meses y se organizaron mediante asambleas populares en las cuales los manifestantes debatían y tomaban decisiones con la pretensión de que se realizara una refundación política que permitiera una mayor participación de la ciudadanía y control de los representantes.

Un novel periódico barrial, “Desde Boedo”, en su tercer número, reproducía las alternativas de una asamblea popular reunida en nuestra vecina plaza Martín Fierro.

 

De pie, sobre los escombros de los Talleres Vasena

Como hace 83 años (2002) en la Plaza Martín Fierro, la protesta sigue vigente

La pretensión de reflejar el paso de la historia barrial puede resultar una desmesura en época de “corralitos” y “cacerolazos”, cuando la cotidianeidad le gana a la memoria por goleada. Sin embargo, las simetrías, la coincidencia de los escenarios, ofrecen tentadores paralelos a quien pretende trazar la crónica.

En los atardeceres de domingo los vecinos de Boedo y San Cristóbal se reúnen en la Plaza Martín Fierro. El heterogéneo grupo se aglutina bajo los jacarandaes vomitando sus broncas, tratando de organizar la protesta, redescubierta la eficacia de la ocupación del espacio público. En ese mismo lugar, bajo sus propios pies, yacen enterrados los cimientos de los talleres Vasena, donde en enero de 1919 se desencadenaban los sucesos de la Semana Trágica.

Hoy la protesta vecinal reconoce nuevas banderas, poniéndose de pie sobre las viejas injusticias que han mutado su disfraz buscando la supervivencia. Pero las motivaciones esenciales siguen vigentes: “La paralización de las inversiones y las dificultades para exportar e importar acarrearon la pérdida del poder adquisitivo de salarios y jornales. El malestar popular fue cundiendo hasta estallar…” ; “la politiquería, el personalismo y las vacilaciones…” ; “el traslado de la renta a manos de unos pocos que hacen su negocio con la situación, en detrimento de la clase obrera”. ¿Quién se atrevería a asegurar –en una primera lectura– que éstos son sólo epígrafes de fotografías de los sucesos de 1919?

 No hay duda de que ese país tenía realidades y proyecciones distintas, que el desempleo no era una lacra de la actual magnitud y que a raíz de la explotación a que era sometida la clase obrera, la irrupción del sindicalismo revolucionario aportaba luchas por mejoras concretas, reivindicaciones comunes y tangibles, antes que propaganda ideológica. La consecuente federación de los gremios estaba sembrando así la semilla de la legislación del trabajo, ésa que hoy cae a pedazos bajo la necesidad de la conservación del empleo.

El filtro del almanaque permite visualizar a la Semana Trágica como el recodo de un camino donde la explotación debió levantar el pie del acelerador. Hoy, en su 83º cumpleaños (2002), la larga pelea por el equilibrio en el reparto de la torta sigue vigente. Unos pocos la digieren, los más se pelean por las migajas y al resto sólo le dejan apagar las velitas para aplacar su protesta. (…)

Aquí estamos en el genético lugar de los hechos. Es un nublado domingo de enero del 2002. El clima es benigno, el ánimo denso. Basta que alguien arroje un “compañero” para que reciba el rebote de “no usemos esos términos”, tratando de ubicar el diálogo lejos de toda práctica partidaria. No falta quien se despache con gruesos epítetos a “los políticos” y elevando su apuesta rechace toda conducción para el propio grupo de vecinos convocantes, identificando cualquier tipo de liderazgo con el engaño. Los viejos fantasmas anarquistas sobrevuelan la plaza y nadie –por respeto a un humilde desocupado con siete hijos– se atreve a preguntarle con qué sistema nos opondremos al “sistema”. Hartos de las viejas prácticas de políticos “mañeros” renegamos de “la política” sin advertir que la lucha es “esencialmente política”. Será entonces hora de ocupar el lugar de los ineptos o los corruptos, construyendo minuciosamente sin otra arma que las cacerolas, “ubicando” a los entusiastas desmedidos que queman instancias, aislando a los “megalómanos”, convenciendo a los partidarios del “roba pero hace” de que las  ruinas humeantes que nos dejó el saqueo son irrecuperables y recordando a los defensores de la “mano dura” que muertos los derechos constitucionales no hay salvoconducto para la picana, le toca a cualquiera.

El diccionario de las luchas populares recoge nuevos términos –globalización, piquetero, cacerolazo– reverdece otros –politiquería, corrupción– y la historia, describiendo una ominosa parábola, nos deposita en un presente cargado de presagios, de no mediar el alerta y la organización del pueblo, “eso” que hoy los medios llaman “gente”. (Desde Boedo-Año I -Nº 3 -Febrero de 2002)

 

 

 

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