La caída de Berlín

Los últimos días de guerra en la capital del que había sido el Tercer Reich.

 

A finales de abril de 1945, mientras se combate por las calles de Berlín la última batalla europea de la segunda guerra mundial, gran parte de Europa está todavía oficialmente bajo la jurisdicción de las fuerzas armadas germanas. Los diez millones de hombres que todavía visten los uniformes de la Wehrmacht y de las SS controlan parte de Francia occidental, los Países Bajos, Dinamarca, Checoslovaquia y parte de Austria y de Italia, además de todas las islas del Dodecaneso. Pero el nivel físico y militar de este ejército que numéricamente supera a aquel con el que Alemania empezó la guerra es prácticamente nulo. Faltan los medios motorizados de transporte, y también las bicicletas y caballos escasean por todas partes. Los carros y los aviones utilizables no pueden moverse por falta de gasolina. Muchas veces faltan incluso las armas ligeras. En las pocas divisiones todavía eficientes, la edad media es de cuarenta años. Gran parte de los oficiales son heridos inútiles para el frente. Por ironías de la suerte, más de un tercio de los hombres dedicados a la postrera defensa de la Alemania aria y nazi pertenecen a razas distintas de la alemana. Hitler, que había partido del principio de que sólo los alemanes debían portar las armas, ha venido a encontrarse poco a poco a la cabeza del ejército más variopinto y cosmopolita que haya existido nunca desde tiempos de Jerjes. Curiosamente, las WaffenSS, que debían ser la esencia del racismo germánico, han sido las primeras que han abierto sus filas a los soldados no alemanes. Himmler, el jefe de las SS, con la excusa de devolver al seno de la madre patria a los llamados “alemanes étnicos” (Volksdeutsche), organizó divisiones SS compuestas de rumanos, alemanes del Volga, húngaros, croatas y eslovenos.

Después siguió reclutando hombres sin buscar ya absurdas calificaciones raciales. Ya había SS albaneses en el Cuerpo alpino; escandinavos en las divisiones Viking; belgas, flamencos y holandeses en las divisiones Charlemagne, Wallonie, Flandern y Nederland; franceses en la división Nordland; italianos en la división Italien, y musulmanes bosniacos y turcos en la división Handschar. Estos últimos, asombro de asombros, habían conseguido incluso el permiso de llevar el tradicional fez con el uniforme de las SS, y de practicar su religión en un Cuerpo que tenía como bandera el ateísmo. Así se explica que, en la revuelta Alemania de los últimos meses de guerra, se pudiera ver a extraños SS con un curioso cubrecabezas rojo arrodillados y postrados en dirección a La Meca, recitando incomprensibles salmodias, bajo la dirección del imán o capellán asignado a cada batallón. Hasta el último baluarte del nazismo está defendido por tropas cosmopolitas. En torno al bunker de la Cancillería, donde Hitler se ha refugiado para la lucha final después de haber sido obligado por los soviéticos a evacuar la “Guarida del Lobo” de Rastenburg, combaten en los últimos días de abril de 1945 dos divisiones de la Wehrmacht compuestas por una tercera parte de Osttruppen (eslavos) y el resto por las divisiones SS Nordland y Charlemagne en las que hay reunidos franceses, belgas y escandinavos.

En realidad, serán tres SS franceses los últimos soldados “alemanes” que fueron condecorados con la Cruz de Hierro por el Führer en persona la tarde del 28 de abril.

 

Pero la vida sigue

Pero, ¿cómo se vive en la ciudad asediada por los más grandes ejércitos del mundo? De febrero a marzo de 1945, los ingleses de noche y los americanos de día continúan bombardeando la ciudad durante un mes seguido. En marzo, los aviones rusos se unen también a los angloamericanos. Hasta ese momento 52.000 berlineses han sido muertos por las bombas, y una casa de cada tres ha sido destruida. La primavera de 1945 se reveló precoz en Berlín. En marzo los días son ya tibios. Los soviéticos se encuentran a unos 100 kilómetros de la ciudad y se puede oir distintamente el retumbar de sus cañones.

Pero aun en estas imposibles condiciones de vida, las tiendas están abiertas. Los periódicos, aunque con una sola hoja, siguen saliendo. El correo se distribuye normalmente, el teléfono funciona y los contribuyentes continúan pagando los impuestos en oficinas de urgencia. Algunos restaurantes están todavía abiertos y se hacen de oro. Hasta los cines y teatros han vuelto a funcionar, y lo que queda del Zoo está a disposición del público. El polvo levantado por los bombardeos impregna el aire, pero unos mil automóviles particulares circulan todavía por las calles. En el mercado negro puede obtenerse un litro de gasolina por 30 cigarrillos. Las fábricas todavía trabajan, y a sus talleres concurren puntualmente cada mañana 600.000 personas, aunque tienen que recorrer muchos trayectos a pie. En las calles silenciosas se percibe la sensación del fin, pero la gente continúa obstinadamente fingiéndose optimista. El famoso humor de los berlineses se resiste decididamente a morir a pesar de la evidencia de las cosas. Cuando los rusos están a 80 kilómetros, la Filarmónica de Berlín inaugura igualmente la temporada de conciertos. Entre tanto, en los sitios de concentración los voluntarios del Volkssturm juran con Goebbels. pronunciando la consabida fórmula: “Juro que seré incondicionalmente fiel al Führer del Reich alemán, Adolf Hitler. Juro que combatiré valerosamente por mi hogar y por el futuro de mi Patria “.

El Volkssturm, el ejército popular, está formado por hombres mayores de sesenta años, muchachos por debajo de los dieciocho años, e inútiles. Son los únicos hombres de los que todavía dispone Alemania.

Despedidos por Goebbels, el infatigable ministro de Propaganda, los hombres del Volkssturm parten para el frente. Muchos van con traje de paisano porque faltan uniformes. Tienen pocas armas y están desprovistos de equipos. A los 80 kilómetros les esperan los rusos. Berlín está ahora en las mandíbulas de un enorme cascanueces. Los angloamericanos por el oeste, y los rusos por el este. Los berlineses siguen con angustia el avance de los dos ejércitos, y esperan ardientemente ser conquistados por los occidentales. Temen la venganza soviética. Pero los angloamericanos se detienen voluntariamente para dejar a los rusos el privilegio de ocupar la capital según los pactos acordados.

Mas el doctor Goebbels no se ha resignado todavía y anuncia por la radio: “Si no dais tregua en la ofensiva y no esperáis tregua, hasta las divisiones que recientemente se han mostrado ineficaces sabrán recobrar el vigor de otros tiempos. Entramos ahora en la batalla como en un acto de suprema entrega. Si abandonamos nuestras armas, si abandonamos nuestros carros de combate al enemigo, no quedará nada ni nadie para defender a nuestros hijos y nuestras esposas. Los niños serán asesinados y nuestras mujeres violadas”.

Entre tanto, los rusos están esperando la orden de iniciar la última batalla. Millares de carros y de cañones están alineados en un frente de 200 kilómetros. Todo está dispuesto para el ataque. Mientras tanto, Hitler ha ordenado que también los viejos y las mujeres sean entrenados para defender Berlín casa por casa.

El 16 de abril el Ejército Rojo recibe la orden de lanzar el ataque contra la ciudad. Los rusos avanzan a pesar de la resistencia de los soldados alemanes, a los que se ha ordenado que no retrocedan ni unpaso.

A la ciudad empiezan a llegar columnas de fugitivos que llevan noticias terribles. Goebbels, por su parte, aprovecha los episodios de violencia para inspirar terror e inducir a los berlineses a la defensa desesperada. Tres trincheras en forma de anillo son cavadas en torno a la ciudad, y todos los berlineses son llamados a esta tarea.

 

Suena “El crepúsculo de los dioses”

Con los rusos a 50 kilómetros, la Filarmónica interpreta su último concierto. Forman el programa el concierto para violín, de Beethoven, y la Götterdämmerung (“El crepúsculo de los dioses”), de Wagner.

El 20 de abril de 1945, dia de su quincuagésimo sexto cumpleaños, Hitler sale del bunker de la Cancillería para despedir a los últimos voluntarios de la Hitlerjugend. El hombre es ya un viejo caduco sacudido por tics nerviosos. Los ingleses festejan el cumpleaños de Hitler con una de las incursiones más masivas de los últimos meses. La electricidad se corta definitivamente. Se cierra el Zoo. Mientras los rusos avanzan combatiendo hacia el centro de la ciudad, las mujeres hacen lo que pueden para procurarse comida. Por las calles se combate ya con armas ligeras, pero continúa la búsqueda de alimentos. Todo es bueno para comer. Entre el crepitar de los fusiles las mujeres siguen cocinando, y luego llevan el almuerzo a los hijos encerrados en los sótanos. Millares de soldados alemanes arrojan las armas y los uniformes y corren a la ciudad en busca de escondite.

La confusión es total. Las SS recorren frenéticas los barrios todavía no ocupados y cuelgan a los desertores de los faroles de la calle. Ahora que las palabras de Goebbels no tienen ya efecto sobre la población, los nazis aplican en Berlín las bárbaras represalias antes reservadas a los países conquistados.

Hoy es posible reconstruir con exactitud cómo se desarrolla esta batalla de Berlín que costó la vida a cerca de 150.000 soldados rusos y a otros tantos civiles berlineses. La decisión de defender la capital alemana hasta el extremo fue uno de los más notables errores de Hitler como jefe militar. Tomado por sorpresa tanto respecto al objetivo escogido por el adversario (Berlín) como por el tremendo alcance de la ofensiva soviética (llevada por 180 divisiones, en gran parte acorazadas), el Führer negó a sus ejércitos del este el permiso de maniobrar en profundidad para crear una nueva línea de resistencia, clavándolos en el Oder –como había hecho en Moscú en diciembre de 1941 y en Stalingrado en noviembre de 1942– y fijando arbitrariamente el Schwerkpunkt o centro de gravedad en un Berlín que, a pesar de la sonora propaganda nazi, estaba absolutamente desprevenido ante el choque. “Mantener el frente del Oder”, escribió Hitler en una normativa general a las tropas, “es el presupuesto para la transformación de la suerte de la guerra “. El Grupo de ejércitos del Vístula fue sacrificado así a un absurdo principio. Hasta el último instante el Führer, que hacía meses que parecía despreciar abiertamente la realidad, soñó con la decisiva aportación de las “armas secretas” en el plano militar, y con la esperanza -en el político- de que la alianza anglorrusoamericana se cuartease ante la inundación del centro de Europa por los ejércitos de Stalin.

 

La derrota política de los aliados

Por lo que respecta a los ingleses y los estadounidenses (llegados en abril de 1945 a 80 kilómetros de la capital alemana cuando los soviéticos todavía distaban al menos 200), la conquista de Berlín por parte de los rusos representó, desde el punto de vista de la futura organización de Europa, una verdadera derrota.

Los jefes militares, especialmente los americanos que tenían en el continente la dirección efectiva de la guerra, no habían valorado la importancia de Berlín. Entre los políticos, Roosevelt trataba de evitar todo motivo de roce con Moscú, y quedaba Churchill como predicador en el desierto.

El 1º de abril de 1945, Zukov y Koniev habían sido recibidos por Stalin en su despacho del Kremlin para concertar el “golpe final” contra los ejércitos alemanes supervivientes. Un mes y medio antes, Varsovia y Viena habían caído en manos soviéticas. Prusia había sido aislada del Reich por los hombres de Rokossovsky, y ahora americanos e ingleses, forzado el Rin, estaban volcándose sobre el Elba, y el imperio nazi estaba reducido a un pasillo de apenas 300 kilómetros de ancho en el corazón de Alemania.

Y en medio de ese pasillo estaba Berlín. Tumbado sobre el catre de hierro detrás del gran escritorio en el que trabajaba y tomaba sus comidas, Stalin había preguntado a sus dos mariscales: “Bien, compañeros, según vosotros, ¿quién tomará Berlín? ¿Nosotros o los aliados?”. Sin dudar, Zukov había respondido en seguida: “Nosotros, compañero Stalin”.

Entonces el dictador se había levantado y, con un grueso lápiz rojo había dibujado sobre el mapa de Alemania las dos direcciones de marcha: al norte Zukov debía embestir Berlín de lleno; para Koniev, al sur, estaba reservado un objetivo estratégico más importante pero ciertamente menos glorioso, pues debería destruir las fuerzas alemanas en la periferia meridional de la capital, prosiguiendo sobre todo hacia el Elba para unirse cuanto antes con los americanos.

 

Ni Eisenhower ni Truman reaccionan

Una semana más tarde, el 8 de abril, el mariscal inglés Montgomery,que había pedido a Eisenhower otras diez divisiones para un ataque decisivo a Berlín, recibió una negativa por parte del comandante supremo aliado. Estoy dispuesto a reconocer”, le había telegrafiado Ike, “que esa ciudad tiene una notable importancia política y psicológica, pero las tropas alemanas que protegen Berlín son un objetivo de mucha más importancia. Precisamente sobre esas fuerzas quiero concentrar mi atención. Naturalmente, si se me ofreciera la ocasión de conquistar Berlín sin sufrir graves pérdidas, lo haría… “.

Pero en realidad, Bradley acababa de decir a Eisenhower que una ofensiva sobre Berlín costaría seguramente la vida “al menos” a 100.000 soldados. En vano Churchill había insistido en apoyo de la propuesta de Montgomery. El Estado

Mayor americano estaba convencido (equivocadamente) de que el último núcleo nazi, capitaneado por Hitler y los cleo nazi, capitaneado por Hitler y los máximos jerarcas del Tercer Reich, se retiraría para una resistencia extrema –y con otras “armas secretas”, el residuo de las fuerzas acorazadas y las mejores unidades SS–, al Reducto Nacional, es decir, a las montañas de la Baviera meridional.

El 12 de abril, Roosevelt, abrumado por la enfermedad, había fallecido. Su sucesor, Truman, aunque convencido de que políticamente era deseable para las potencias occidentales llegar a Berlín antes que los rusos, “ciertamente no podía trastrocar una política que su ilustre predecesor había apoyado tan enérgicamente, y que sus jefes de Estado Mayor seguían sosteniendo”. Melancólicamente, Churchill había confiado en una carta a Eden: “Al parecer, los aliados occidentales no están por el momento en disposición de atacar Berlín”.

A pesar de la guerra, la capital de Alemania vivía aquellos días en una relativa calma. Eran bellas jornadas de primavera, con el termómetro señalando en el barrio de Dahlem más de 18°. La ciudad, hasta aquel momento, estaba defendida por 94.094 soldados. En esta cifra estaban comprendidos 1.668 policías, 18.531 hombres entre los sesenta y los setenta y cinco años, y 2.280 muchachos entre los trece y los dieciséis. En total tenían a su disposición 42.000 fusiles, 2.000 ametralladoras y un centenar de morteros.

 

Comienza la última batalla

Ese mismo día, Stalin –que acababa de tranquilizar a Eisenhower telegrafiándole que Berlín había ya “perdido su importancia política”– envió por radio a Zukov un mensaje demasiado esperado y que consistía en una sola palabra: “Da”. En ruso, “sí”. Quería decir que el ataque contra la capital alemana debía ser lanzado en la fecha convenida dos semanas antes: al alba del 16 de abril. No tienen ningún fundamento las comparaciones que con frecuencia se han hecho con batallas que llevan los nombres de Kursk, El Alamein y las Ardenas. En su desoladora simplicidad, ésta era semejante a una tenaza que se abriría y cerraría en el exacto curso de quince días sobre una ciudad bastante mal defendida, privada de aprovisionamiento y protegida por tropas que tenían escasas posibilidades estratégicas.

El primero en recibir el choque en el Oder es el general Gotthard Heinrici, jefe del Grupo de ejércitos del Vístula que comprende el III y el IX. Los rusos de Zukov lo combaten duramente en las forestas al norte de Eberswalde, pero con una pronta reacción –apoyada en un perfecto sistema de bunkers y pueblos fortificados–, Heinrici logra refrenarles el paso a ritmo de un lentísimo avance que hará encolerizar a Stalin. Mayor velocidad y penetración muestra Koniev en el Neisse. Después de haber cruzado el río en Forst, el mariscal avanza de golpe.

En Gübin el IV Ejército alemán es desbaratado y rechazado hacia el sudoeste tan rápidamente, que el Cuartel General de la Wehrmacht en Maybach, cerca de Zossen, es directamente amenazado y obligado a evacuar. La acción simultánea rusa desde el norte y el sur pone pronto en dificultades al

IX Ejército alemán, que está en peligro de quedar en una bolsa, y ser exterminado, si se obstina en mantener el frente del Oder. Pero Hitler rechaza la eventualidad de tal retroceso. Según su punto de vista, el ataque soviético sobre el Oder es sólo una finta: “La ofensiva enemiga no buscará Berlín, sino Praga”, dice a Heinrici. Y añade que el IX Ejército no debe limitarse a mantener su propio frente a lo largo del río, sino pasar al ataque hacia el sur para cerrar la brecha abierta por los rusos en el Neisse. Hitler, que ya delira, cree en verdad que el feldmariscal Schorner, desde Checoslovaquia, podrá correr en ayuda de

Heinrici y de la capital en peligro. En realidad, aunque el mismo 16 de abril Zukov se encuentra casi bloqueado por los alemanes en las alturas de Seelow, la presión soviética es fortísima. Al sur, al día siguiente, 17, Koniev cruza el Spree, rodea Lübben y conquista Cottbus. Desde un almenado castillo de la ciudad medieval, el mariscal ruso telefonea a Stalin y le pide permiso para avanzar directamente sobre la capital alemana.

“Zukov está en dificultades”, le responde el dictador. “Está todavía buscando romper las defensas en Seelow. Parece que allí la resistencia enemiga es rígida y obstinada”. Y después de una breve pausa añade: “Está bien. De acuerdo. Haz convergir tus ejércitos acorazados sobre Berlín”. Tres días más tarde se pone en movimiento también el 2.° Frente bielorruso.

Los 314.000 soldados del mariscal Konstantín Rokossovsky atraviesan velozmente el curso inferior del Oder y atacan al III Ejército alemán arrojándolo contra la punta de penetración de Zukov, que está lanzando un primer ataque dirigido contra Berlín entre Eberswalde y Oranienburg. Ante el riesgo de una ruptura por parte rusa, Heinrici intenta establecer un frente defensivo al norte de Berlín, entre el Oder y el Elba, proponiendo abandonar la capital. Hitler responde una vez más que no, aunque el ejército del general Theodor Busse, bloqueado en el triángulo Beeskow-Lübben-Zossen por una fulminante penetración de Zukov y por la de Koniev, está prácticamente atrapado. Hasta mucho después no logrará romper el cerco, alcanzar el Elba y rendirse a los americanos.

El Führer continúa esperando que otros dos generales puedan salvar Berlín: el SS Felix Martin Steiner, que está recogiendo a los dispersados del Oder para formar nuevas unidades destinadas a proteger al III Ejército, y Walter Wenck, que ha tomado el mando de un nuevo ejército (el XII), formado con personal de las escuelas militares y con los jóvenes de diecisiete años de los campamentos de trabajo. Ni Steiner ni Wenck llegarán nunca a Berlín.

 

La agonía de la capital del Reich

Viernes 20 de abril, quincuagésimo sexto cumpleaños del Führer: los carros del ejército acorazado de Koniev, mandados por el general Rybalko, saltan veloces hacia adelante convergiendo 60 kilómetros en dirección a Zossen. Al norte, el jefe de la artillería de Zukov, Kasakov, hace abrir el fuego a los cañones del LXXIX Cuerpo del III Ejército de asalto. Cuatro días de ofensiva soviética han mudado profundamente el rostro de la ciudad. La población, que alcanzaba

los 4.400.000 habitantes, se ha reducido a tres millones escasos. Todo el que puede, huye, y en la sola jornada del 20 de abril 2.000 personas abandonan una ciudad que las incursiones aéreas estaban reduciendo a un desierto de ruinas. Ya han sido allanadas por los bombarderos 2.600 hectáreas de zonas edificadas. De 1.600.000 casas, la mitad estaban dañadas, y una de cada tres destruida o inhabitable. Los escombros suben a 84 millones de metros cúbicos, y bajo la costra de ruinas yacen entre 50.000 y 60.000 muertos, mientras que en los hospitales hay ingresados 100.000 heridos graves. Las fábricas están cerradas, el metropolitano sólo funciona para obreros adscritos a servicios indispensables, no circula ningún automóvil privado, no se reparte el correo y no se retiran las basuras.

A las 10,51 de la mañana, entre dos ataques de bombarderos soviéticos (desde el 16 de abril los aviones ingleses y americanos han desaparecido del cielo de Berlín), cesa el suministro de energía eléctrica para usos domésticos. Volverá, sólo por diecinueve minutos, cuatro días después, y luego faltará hasta el final de la batalla.

El burgomaestre Liffert da orden de que, a la llegada de los rusos, sean destruidas las instalaciones de gas, de electricidad y de agua. La población recibe la “ración de urgencia”, que deberá durar ocho días: un kilo de salchichas, 250 gramos de arroz. 250 de guisantes (o alubias) secos, una caja de verduras, un kilo de azúcar, 30 gramos de café y un paquete de sucedáneos.

En el bunker de la Cancillería –mientras que en la ciudad nadie sabe con precisión si Hitler está en Berlín- se reúnen los jefes del Tercer Reich para la recepción en honor de los cincuenta y seis años del Führer. Está presente Eva Braun, llegada de Munich desde el domingo 15. Todos insisten en que Hitler salga en seguida para Baviera. Pero el Führer está indeciso, no se pronuncia, y afirma que los rusos “sufrirán su más sangrienta derrota precisamente delante de Berlín”. Cuando por la tarde Goering, Himmler y Von Ribbentrop dejan la ciudad, y se despiden de su jefe, al que nunca volverán a ver, Hitler confía a Jodl. “Combatiré mientras combatan los incondicionales que me rodean, y luego me pegaré un tiro”.

A la misma hora (las 18,00), Koniev se apodera de Zossen, a 29 kilómetros de la capital, mientras que los carros rusos del IX Cuerpo de Zukov se acercan a Treptow y en la esquina de la Frankfürterstrasse encuentran un cartel que dice:

“Ciudad de Berlín Ciudad del diablo”. Zukov ha desbaratado y envuelto con las alas de su despliegue al IX Ejército alemán, impidiéndole así un replieguesobre la capital. Al mediodía del sábado 21, bajo una violenta lluvia, sus vanguardias están a la vista de Pankow, Weissensee, Lichtenberg y Friedrichshain, suburbios al nordeste de Berlín. En la ciudad va aumentando el caos por las largas columnas de fugitivos, con carros, caballos y equipajes, que llegan continuamente de Prusia y de las provincias del Oder.

En las tiendas se venden géneros alimenticios sin cartillas de racionamiento. Ante las fuentes públicas hay largas colas de mujeres. La gente corre de un sótano a otro en busca de parientes, de niños, de amigos. Las granadas de artillería llueven sin tregua, y por todas partes estallan los incendios. Como falta el agua, los bomberos se limitan a salvar a la gente enterrada en las casas derrumbadas.

En Wilmesdorf, Pankow y Wedding surgen las primeras barricadas, guarnecidas por la milicia popular. Desde su bunker, Hitler, conocida la existencia del “Grupo Steiner”, ordena que sea reforzado con 6.000 marineros ofrecidos por Doenitz y 12.000 SS de que dispone Himmler. “Mandad a Steiner todos los hombres todavía útiles”, ordena. “Los jefes que no cumplan las órdenes serán pasados por las armas antes de cinco horas.

La tenaza en torno a Berlin se cierra poco a poco, inexorablemente. Al alba del domingo 22, Koniev llega a dos núcleos de la periferia meridional: Potsdam y Beelitz. Zukov, rodeada la ciudad desde el norte, penetra en la zona de Nauen-

Spandau y en Jüterborg se apodera del mayor depósito alemán de armas y municiones. Desde Moscú, Stalin quiere ser informado cada hora de los progresos realizados por el Ejército Rojo. Es Koniev, entusiasmado, quien ya entrada la noche (del 23) puede comunicarle que por primera vez se ha puesto pie en el casco urbano de la capital. Sus columnas de carros, una vez atravesado el canal Nuthe, han superado también el Teltow, que delimita dos distritos de Berlin: Steglitz y Zehlendorf.

Durante toda la mañana festiva, Hitler ha esperado en vano las noticias del “Grupo Steiner”, que debería acudir en su ayuda. A las 22, cuando Keitel, en una conversación privada, le sugiere ofrecer la capitulación o trasladarse a Berchtesgaden para iniciar allí negociaciones de paz, el Führer tiene un tremendo ataque de ira y toma su decisión definitiva: “…No dejaré Berlín. Defenderé la ciudad hasta el final. O venzo en esta batalla… o caigo como un símbolo del Reich”. En la atmósfera demencial del bunker nadie tiene el valor de hablar. Pero otra amarga desilusión espera a Hitler.

 

Hitler comienza a vislumbrar la realidad

A las 15,00 horas, en el transcurso de la que será la última reunión sobre la situación militar, el dictador se entera por sus colaboradores de la verdad. Nadie sabe con seguridad dónde está ni qué hace Steiner. La ira del Führer estalla, las manos le tiemblan, las piernas le tiemblan, la cabeza le tiembla. “El pueblo alemán”, aúlla con el rostro rojo, “no se da cuenta de mis objetivos. Es demasiado estúpido para comprender y realizar aquello que quiero”. Después, dejándose caer en su butaca, anuncia: “Si debo perecer, señores, ¡quiero que también el pueblo alemán perezca, porque se ha mostrado indigno de mí!”.

Pocas horas más tarde el loco deseo de Hitler es fielmente traducido por Goebbels –convertido en Comisario del Reich para la defensa de Berlín– en una drástica orden que impone a todos los habitantes de la capital la responsabilidad de la defensa de su casa o de su piso.

El 23 de abril en “Der Panzerbar” (“El oso blindado”, exiguo periódico que, por falta de papel e imprentas, ha sustituido al “Volkischer Beobachter” y es ya el único diario de la ciudad) escribe Goebbels: “Quien quiera que propague o ponga en práctica medidas que pueden comprometer nuestra resistencia es un traidor. Y como tal debe ser inmediatamente fusilado o ahorcado, aunque estas medidas procedieran del Gauleiter, del ministro del Reich Goebbels o del Führer en persona”.

Así, en este lluvioso y tibio lunes, las SS irrumpen en las casas, en las oficinas, en los restaurantes, en las estaciones y por las calles, a la caza de todo berlinés capaz de portar armas. Los hospitales son evacuados. Enfermos y heridos, obligados a salir, son enviados a los puntos de concentración y enrolados en unidades del Volkssturm. Viejos octogenarios, sacados a la fuerza de los refugios, de los sótanos y de los túneles del Metro, deben apartar escombros, construir barreras anticarro y minar puentes.

Con los muchachos de la Hitlerjugend, todos entre doce y trece años, las SS forman destacamentos de cazadores de carros que, armados con dos Panzerfäuste, son enviados en bicicleta a los puntos más amenazados.

Aunque “Der Panzerbar” escriba que “en estos momentos las formaciones de la Wehrmacht avanzan de todas partes hacia Berlín”, por la tarde la situación se hace desesperada para los nazis. Al norte y al noroeste, Rokossovsky, que ataca en apoyo de Zukov con fuerzas diez veces superiores a las alemanas, ha roto en dos el frente del III Ejército de Heinrici, obligando a este último a retirarse al río Randow. La orden de mantenerse a toda costa en el Oder para cubrir a Steiner en la presunta ofensiva destinada a liberar Berlín, ya no tiene sentido.

Pero Hitler sigue negándose, la misma noche del 23, a cualquier maniobra de retroceso hacia occidente. Sólo aprueba –también porque, según Goebbels, hay

en curso negociaciones para una rendición a sólo los angloamericanos– un fantástico proyecto de Jodl: retirar de la línea del Elba todas las tropas opuestas a los ingleses y estadounidenses y trasladarlas a la defensa de Berlín contra los rusos. El XII Ejército de Wenck, que está en plan de constitución en Magdeburgo, tendrá así tiempo para acudir al frente de la capital. Pero se trata de otra fábula. Wenck, llamado por Keitel y Jodl aquella noche a su Cuartel General de Alte Holle, responde tranquilamente que es imposible “volver el frente occidental contra los soviéticos” porque “ya no existe frente occidental”. Del XII Ejército no queda más que el XX Cuerpo. Todas las otras unidades sólo existen en el papel.

Este lunes acaba tristemente. A Hitler le llega un mensaje de Goering que desde el Obersalzberg se ofrece como su sustituto mientras, sin saberlo nadie, Himmler –en Lübeck– se reúne con el conde Folke Bernadotte, de la Cruz Roja sueca, para tratar de una posible rendición de Alemania a sólo los angloamericanos.

“La noble vida del Führer está llegando a su fin”, dice Himmler. Desde Moscú, Stalin establece la línea de demarcación en Alemania entre el 1.er Frente bielorruso y el 1.er Frente ucraniano. Por menos de 200 metros, Zukov –favorito del dictador– tendrá el honor de conquistar el Reitchstag e izar allí la bandera de la Unión Soviética.

En el bunker de la Cancillería, Hitler es sólo la sombra de sí mismo. “Cuando entré en su despacho”, contará el general Karl Weidling, designado en esos momentos para dirigir la defensa de Berlín, “volvió la cabeza. Vi un rostro tumefacto y unos ojos febriles. Cuando trató de ponerse en pie, noté desconcertado que sus manos y piernas estaban sacudidas por un continuo temblor. Finalmente, con gran esfuerzo consiguió levantarse y, con una sonrisa que más bien era una mueca, me estrechó la mano y me preguntó con voz apenas perceptible que si nos habíamos encontrado antes… “.

Cuando Weidling deja el bunker de la Cancillería, las primeras luces del nuevo dia –martes 24 de abril– se dibujan en un cielo cargado de nubes, iluminado siniestramente por los incendios y sacudido por los estampidos del cañoneo. Una semana después del comienzo de la ofensiva soviética, Berlín está cercada. Al alba los rusos entran en los barrios de Neukolln, Zehlendorf y Tempelhof, aunque el aeródromo está todavía en manos alemanas.

 

Se cierra finalmente la tenaza soviética

Koniev, asediada Potsdam, ha proseguido directo al corazón de la ciudad, ocupando los distritos de Schöneberg y Wilmersdorf y haciendo prisioneras a dos divisiones del general Reymann. En la férrea tenaza hay todavía viables tres pasos en el oeste. Son los puentes de Spandau, Charlotte y Pickelsdorf. Pero también éstos no tardan en cerrarse cuando por la tarde, en Ketzin, las vanguardias de Zukov y Koniev se encuentran.

Berlín es ya un campo de batalla. Las plazas han sido transformadas en trincheras. Las calles, destrozadas por los disparos de la artillería, están envueltas en nubes de humo por entre el cual vagan harapientas y desesperadas figuras de hombres, mujeres y niños. Las casas se derrumban una tras otra bajo el cañoneo. Allí donde llegan, los rusos penetran en los sótanos y fortines, registran a la gente y se apoderan de los relojes y las bicicletas. Civiles y soldados tratan de abandonar la capital por todos los medios aunque tres líneas del metropolitano (las C, D y E) están interrumpidas.

Centenares de berlineses, sospechosos de “cobardía”, son ajusticiados por los tribunales volantes de las SS.

En la Alexanderplatz un joven soldado está colgado de un farol, y atado a sus piernas hay un cartel: “Soy un traidor. He abandonado a mi pueblo”. Otro militar está ahorcado de un poste del tendido eléctrico en la Repoischstrasse: “Yo, suboficial Lehmann, soy demasiado canalla para defender mujeres y niños”. Por todas partes penden los cadáveres con otros carteles de advertencia: “Todos los traidores tendrán esta misma muerte”, “Soy un desertor y por eso no asistiré al cambio del destino”, “Quien es demasiado vil para combatir por la patria tiene una muerte vergonzosa”, “Me han ahorcado porque soy un derrotista”, “Estoy ahorcado aquí por no creer en el Fiihrer”,

El Führer está a dos kilómetros y medio de distancia, veinte metros bajo el nivel de la calle, y convoca a las 16 horas al general Keitel para ver dónde se encuentran en ese momento las fuerzas de Wenck. El servil ex jefe del OKW pinta a Hitler una situación casi de color de rosa. El XII Ejército –le asegura– está avanzando hacia Berlín y sin duda quebrantará el cerco ruso. De este criminal optimismo se hace eco por la noche la orden del día de Hitler: “oo. Es misión fundamental del Mando Supremo de las Fuerzas Armadas restablecer el enlace con Berlín en una vasta escala, empleando todas las fuerzas y todos los medios y acelerando al máximo la concentración desde el noroeste, sudoeste y sur, para así decidir victoriosamente la batalla de Berlín”.

A pesar de todo, Hitler está convencido todavía de que, en brevísimo plazo, habrá una división política en el campo enemigo: “Si ahora combato bien y conservo la capital”, dice a Goebbels en una conversación a las 10 de la mañana del miércoles 25 de abril, “es probable que ingleses y americanos tengan que solicitar la ayuda de una Alemania nazi. Si se pudiera resistir este peligro (ruso) … quizá… los demás se convencerían de que sólo uno es capaz de detener al coloso bolchevique, y ése soy yo, y el partido, y el estado alemán actual”.

Fantasías. Desde el sur, Koniev está asaltando el barrio Mitte, la “Ciudadela” de Berlín. En Tempelhof dos de sus divisiones conquistan el aeródromo. En oleadas sucesivas, 1.500 aviones bombardean otra vez la ciudad. Caos en los puestos de mando, en las posiciones defensivas, entre unidad y unidad.

Los soviéticos avanzan, incontenibles, de manzana en manzana. Una casa tras otra, una calle tras otra, son cañoneadas por los carros de combate, asaltadas por los fusileros, demolidas. Los rusos obligan a todo el que encuentran a enterrar a sus compañeros muertos, a transportar municiones o a desactivar minas y granadas.

Por lo demás, también los cadáveres de los berlineses caídos son sepultados sin formalidades. No existen ya ni médicos, ni funcionarios, ni policía. Un diario cuenta: “… hacia las 11 enterramos a la señora E. en el jardín, sin ataúd, envolviéndola en una sábana y una colcha “. Ya no hay salvación para Berlín o los berlineses. Por la tarde, a las 16,40, en Torgau, sobre el Elba, los soldados de la 58” División de la Guardia, de las tropas de Koniev, se encuentran con los americanos de la 69” División. Alemania está partida en dos.

 

El ministro Goebbels al teléfono

El jueves 26 de abril, también un día de lluvia, cae el barrio de Zehlendorf. Un destacamento de la Hitlerjugend, que resiste en el ayuntamiento, es aniquilado con lanzallamas. El burgomaestre iza en el tejado la bandera blanca y luego se pega un tiro. De una de las oficinas de Siemensstadt, ocupada por el XXII Cuerpo acorazado de Zukov, el teniente Viktor Boev, que conoce perfectamente el alemán, llama por teléfono al ministerio de Propaganda y consigue hablar personalmente con Goebbels: “Soy un oficial ruso. Querría hacerle algunas preguntas… “. “Dígame”. “¿Cuántos días serán capaces de resistir todavía?”. “Varios… “. “¿Cómo varios? ¿Días ?”. “Oh, no, ¡meses! Ustedes defendieron Sebastopol durante nueve meses. ¿Por qué no vamos a poder hacerlo nosotros por nuestra capital?”. “¿Cuándo y por qué camino intenta usted dejar Berlín?”. “Es una pregunta demasiado impertinente para merecer respuesta”. “Le encontraremos”, dice Boev, “aunque sea en el fin del mundo. Y ya le tenemos preparada la horca. ¿Desea pedirme alguna cosa?”. “No”, replicó secamente Goebbels, y colgó el teléfono.

En el bunker de la Cancillería, donde Hitler y su séquito han encontrado el último refugio, se asiste a un fenómeno de locura colectiva. Después de la ruptura con Guderian, que ha ingresado en el hospital, Hitler no dispone de más soldados profesionales. Las tropas aún capaces de combatir operan a las órdenes de jefes rabiosos y fanáticos, o de oficiales subalternos ascendidos sobre el campo de batalla, que viven al borde del agotamiento nervioso. Sólo junto a Hitler han quedado profesionales: Keitel, Jodl, Krebs y Burgdorf, pero éstos son ya cuatro individuos que recitan, no se sabe bien con qué convicción, el papel que Hitler les ha confiado.

Cada día, a las 2 en punto de la tarde, el Führer convoca a los cuatro colaboradores para el acostumbrado examen de la situación. Todos juntos se imaginan que siguen dirigiendo las fuerzas armadas que combaten en los distintos sectores.

En el gran mapa donde se colocan tacos de madera que representan a las diversas unidades combatientes, los cinco hombres mueven divisiones inexistentes de un frente otro, y proyectan batallas imaginarias. Los otros jefes del nazismo, Goering, Himmler, Bormann y Goebbels, viven también en un mundo onírico, aunque diferente al del Führer. Podrá parecer increíble, pero estos cuatro, evidentemente subestimando sus tremendas responsabilidades, están todos dedicados a lograr un único objetivo: suceder a Hitler.

Cada uno de ellos, en su interior, está convencido de que, cuando acabe la guerra, los aliados dejarán al legítimo sucesor de Hitler el gobierno de lo que queda del Tercer Reich. En realidad, y sólo admitiendo éste su absurdo convencimiento, pueden justificarse los intentos de Himmler y Goering por negociar particularmente la rendición con los aliados. Y sólo desde este punto de vista se puede comprender la lucha feroz desencadenada entre estos hombres para disputarse la herencia de Hitler.

Pero de ellos el más activo parece ser Martin Bormann. Este no sólo trata de introducir en la mente enferma del Führer las más graves sospechas respecto a sus rivales, sino que llega a verdaderas traiciones. Ha saboteado un intento de contraofensiva organizado por Himmler hacia la mitad de abril. Luego, cuando el ataque preparado por el Reichsführer de las SS fracasa, Bormann escribe entusiasmado a su mujer: “La ofensiva de tío Hemi ha ido mal, o sea, que ha ido bien…”. Más tarde, cuando un hombre de Himmler, el general de las SS Greiser, se distingue en la defensa de Poznan, le telegrafía en nombre de Hitler autorizándole a retirarse, con el solo fin de demostrar a Hitler que los hombres de Himmler son todos unos traidores.

Sobre la fanática resistencia de los alemanes en torno a Berlín se ha escrito mucho, unas veces con admiración y otras con amarga ironía. En realidad, lo que queda del ejército germano no abunda en combatientes valerosos y fanáticos.

Los más fanáticos, a decir verdad, siguen siendo los “voluntarios” franceses, belgas, escandinavos y españoles que, empujados por ideologías o por el espíritu de aventura, lucharán desesperadamente hasta el final. Pero se trata de pocas unidades. Por el contrario, entre los alemanes se distinguen los muchachos de la Hitlerjugend, enviados a atacar los carros con los Panzerfäuste.

Entre tanto, en aquellos últimos días de la guerra, los consejos de guerra volantes causan más víctimas que los fusileros soviéticos. En la retaguardia funcionan docenas de estos tribunales, que aplican despiadadamente la pena de muerte al menor signo de debilidad. Centenares de chicos, a veces sólo culpables de haberse alejado del frente para hacer “una escapada” a casa (que generalmente se encuentra en el mismo barrio en que se combate) para despedirse de su madre o dar noticias de su propia existencia a la familia, son detenidos por la calle y colgados del árbol más cercano.

Para reforzar el presunto espíritu de resistencia de los alemanes, Himmler llega a proclamar la llamada Sippenhaftung  o “responsabilidad familiar”, una ley que condena también a los familiares de los desertores. “El exterminio de los parientes de los que se rindan –anuncia por la radio el Reichsführer– es un acto de deber racial de la tradición germánica”.

Entre los jefes de las SS encargados de estimular a los alemanes a la resistencia extrema figura también el coronel Otto Skorzeny, el que se decía libertador de Mussolini, quien, entre otras cosas, trata de destacar con la vana esperanza de suceder con el rango de general a su superior, Bach-Zelewski.

 

“¿Dónde están Wenck y Steiner?”

Ya se combate a pocos centenares de metros de la Cancillería, y Hitler, con sus consejeros, continúa preparando la última contraofensiva. Cree todavía, con loca obstinación, en la existencia de algunas divisiones que estarían situadas al norte de Berlín a la espera de intervenir en la batalla final. En el mapa del Cuartel General del Führer estas divisiones fantasma están representadas por el Grupo de ejércitos mandados por Wenck y Steiner.

En realidad el “Grupo de ejércitos” no es más que un revoltijo de unos pocos miles de hombres, muchos desprovistos de fusil. Se trata de lo que queda de las divisiones del Vístula, y lo forman fugitivos de Danzig, marineros, aviadores, guardias de frontera, muchachos de la Hitlerjugend y territoriales sexagenarios del Volkssturm. Pero Hitler se imagina que se trata de unidades selectas dotadas de elementos acorazados. Su ilusión se desploma cuando manda a Steiner la orden de intervenir. Steiner ni siquiera le responde. Prefiere dirigirse al oeste para evitar ser capturado por los rusos.

La batalla ruge por toda la ciudad. Ciento veinte de los 248 puentes han sido volados por los zapadores alemanes. En la estación Anhalter Bahnhof las salas de espera y el despacho de billetes han sido transformados en refugios para civiles. En los nichos de los subterráneos duermen mujeres y niños tirados por el suelo. Son demolidas con cargas explosivas las compuertas del canal Landwehr, entre los puentes Schoneberg y Mockern, para inundar los túneles del ferrocarril por los que metro a metro avanzan los soviéticos. La inesperada oleada alcanza a los fugitivos.

Desde el aeródromo de Gatow, en manos rusas, los lanzacohetes bombardean el corazón de la capital con proyectiles de fósforo. La noche está así iluminada por los resplandores de los incendios.

Los aviones soviéticos que sobrevuelan este mar de fuego dejan caer una lluvia de pasquines: “¡Soldados y oficiales! ¡El cerco se ha cerrado en torno a Berlín! Estáis dentro de una trampa. Sólo os quedan tres posibilidades: la muerte, laprisión o la capitulación”.

Berlín, además, sufre de hambre y sed. No hay ya alimentos, y el pan falta totalmente. Hace ocho días que se ha suspendido el suministro de agua, y la gente que vive en los sótanos y entre los escombros bombea la del Spree y la filtra. En la capital –según un informe del “Servicio de seguridad” fechado el 27 de Abril– corren los rumores más estrafalarios, ecos de un sombrío pesimismo:

“Von Schirach se ha pasado en avión del lado ruso “, “Funck y Naummtn han huido a Suiza “, “Hitler se ha vuelto loco”, “Nuestra nueva arma secreta será empleada en el verano, “En Oldenburg se están repartiendo 20 libras de mantequilla y 16 de azúcar a cada familia de cuatro personas”, “Se está negociando para declarar a Berlín ciudad abierta”.

La única y dura realidad es que se combate de casa en casa, en la atmósfera candente de millares de incendios, en una gris y pesada nube de humo que se extiende desde Pankow a Kopenick y a la estación de Gorlitz. Los rusos tratan de romper las líneas hacia la Leipzigerstras se, pero son rechazados, después de cinco horas de violentísima lucha, de la Kothenerstrasse y de la Prinz Albrechtstrasse, donde, en el edificio de la Gestapo, dos mil SS resisten lanzando granadas de mano.

En la Potsdamerplatz la guarnición alemana, atrincherada en los edificios ministeriales, se defiende con disparos de Panzerfäust, y los carros soviéticos, para acercarse, se protegen con una envoltura de redes metálicas arrancadas de los jardines del Wansee. Así se amortigua la fuerza de los proyectiles y su impacto es menos mortífero. A las 18 horas el núcleo de resistencia es destrozado y obligado a huir, a través del ferrocarril subterráneo, a la Nollendorfplatz. Por la noche, Zukov ha ocupado Spandau, avanza por el distrito de Kreuzberg, y en Maiendorf nombra el primer burgomaestre.

En el bunker de la Cancillería, donde Hitler se prepara a morir y distribuye a los jerarcas nazis ampollas de cianuro, todos se aferran locamente a cada tenue hilo de esperanza. Incluso el plan suicida presentado por el general Weidling, durante la reunión del sábado 28 de abril, para una salida a la ciudad, es tomado en serio. Formaciones de la 9ª División aerotransportada y de la 18ª División acorazada de granaderos deberían forzar el cerco ruso al oeste, a lo largo de la Heerstrasse. Hitler y su séquito tendrían así vía libre a través de Spandau y el puente de Pickelsdorf, con la protección de los restos de la división SS Nordland y de la Münchenberg.

 

Un batallón de asalto, hacia el Reichstag

Pero un ataque de prueba realizado por la Hitlerjugend y ochocientos granaderos termina en una espantosa matanza en torno al estadio de fútbol. Los soviéticos, a primera hora de la tarde del 28, sobrepasan el canal en la Puerta de Halle y colocan al general Bersarin, jefe de su V Ejército, a la cabeza de la administración rusa de Berlín. Casi a la misma hora (las 16) un batallón de asalto de la 150ª División soviética, guiado por el capitán de veintitrés años Stepan Andreevic Neustroev, nativo de Berezovo, recibe de Chukov –jefe del VIII Ejército de la Guardia y vencedor de Stalingrado– la orden de atacar en dirección al Reichstag.

El joven oficial tiene ante sí tres grandes obstáculos: el Spree, un edificio del ministerio del Interior, y la Konigsplatz convertida por los alemanes en una red de trincheras muy fortificadas. Fuera de la capital el Grupo Steiner está clavado en el canal de Ruppin por Rokossovsky, que avanza en Mecklemburgo. Heinrici, obligado a retirarse hacia el oeste, es destituido por Keitel. Mientras cae la noche, la artillería rusa va demoliendo la antena de la Cancillería, y todas las comunicaciones telefónicas entre el bunker y el mundo exterior quedan cortadas.

“No se logra comprender que hoy sea domingo, ni se sabe qué tiempo hace”, escribe una mujer berlinesa en su diario el día siguiente, 29 de abril. “Hace días que sólo se vive en los sótanos… “. Es un domingo cálido, de cielo azul, con el termómetro a 21 grados. Combates violentísimos, con enormes pérdidas por ambas partes, se suceden en las estaciones de Anhalt y Potsdam y en la Alexanderplatz.

Las calles están sembradas de cadáveres y de heridos que se arrastran sin

quien los atienda. De los hospitales no se puede salir por los continuos bombardeos de la artillería. Sólo por la noche se sacan los cadáveres y los miembros amputados para enterrarlos. Muchos enfermos enloquecen de miedo. Dos ancianas, en la sala de espera de primeros auxilios de la “Charité”, se envenenan en un banco sin que, por el gentío, se dé cuenta nadie.

A las 23 horas el Führer reúne por última vez a sus colaboradores, anuncia que la capital será provista de armas y víveres por vía aérea, y luego telegrafía a

Jodl que está en Dobien con el Estado Mayor: “Le ordeno hacerme saber inmediatamente: 1) dónde se encuentra la vanguardia de Wenck; 2) cuándo reanudará la ofensiva; 3) dónde se encuentra el IX Ejército; 4) por dónde romperá el frente”. La respuesta (“Wenck ha sido bloqueado por el enemigo y por ello no puede continuar la ofensiva. El IX Ejército está cercado “) le llega a la una de la madrugada siguiente junto con la noticia de que en Italia ha sido ejecutado Mussolini por los partisanos.

A las 12 del lunes 30 de abril –último día de la batalla de Berlín- las tropas de Chukov pelean ya en la Vosstrasse, a la que se asoma la Cancillería, invaden elbunker del Zoo, donde todos los animales han sido muertos, ocupan la Gedachtniskirche (iglesia de la Conmemoración) en la Kurftirstendamm y rechazan a cañonazos a las unidades de la división Münchenberg que se habían apostado en el acuario del jardín zoológico. A las 15,30, el batallón de Neustroev, cruzado el Spree, ocupa la Konigsplatz. Dos sargentos, Egorov y Kantariya, toman consigo la bandera roja número 5 del Soviet de guerra del III Ejército y penetran en el Reichstag, donde, en salas y sótanos, están atrincheradas las SS del capitán Babick. La lucha por apoderarse del Reichstag, monumento simbólico de la Alemania guillermina y nazi, dura hasta las 22,50, hora en que la enseña es levantada sobre la devastada cúpula del edificio. Mañana, 1º de mayo, los fotógrafos podrán fijar la escena que atestigua la conquista de la ciudad y la victoria final.

Las últimas horas de Hitler registran una apoteosis de histeria colectiva. Bormann, que ha conseguido arrinconar a Himmler y a Goering convenciendo a Hitler de su traición, todavía brega por conseguir la sucesión. Pero Hitler no le escucha. En la trastornada mente del Führer los proyectos se amontonan.

Ahora, por ejemplo, no hace más que hablar bien de la marina, pero sólo porque está obsesionado por la tradición que exige que el comandante perezca con su nave. A este propósito es curioso señalar que Hitler, notoriamente de tierra firme y siempre mal dispuesto para con la guerra naval, concluye sus días enalteciendo al arma que menos le ha interesado.

Acaso precisamente a consecuencia de estos últimos delirios es por lo que escoge como sucesor al Gran Almirante Karl Doenitz, un hombre alejado de él incluso materialmente. Porque Doenitz se encuentra en Lübeck, y está a miles de millas de pensar que será elegido nuevo jefe del Reich.

Hitler consuma hasta el fondo su extraña venganza expulsando del partido a Goering y Himmler porque “han causado al país y al pueblo, aparte de a mi persona, gravísimos daños, tratando secretamente con el enemigo en contra de mi voluntad. También han intentado apoderarse del poder con violencia”. Luego, después de haber nombrado a Doenitz presidente del Reich, confía a Goebbels el cargo de Canciller, y a Bormann, el de la jefatura del partido.

 

El heredero inesperado

Karl Doenitz recibe el telegrama de nombramiento a las 18,30 del 30 de abril de 1945: “Al Gran Almirante Doenitz. En el puesto del ex Reichsmariscal Goering, el Führer le ha nombrado a usted, Gran Almirante, como sucesor. Sigue delegación por escrito. Desde ahora podrá decretar las medidas adecuadasal momento actual. Firmado: Bormann”. En ese momento, Doenitz no sabe siquiera que Hitler se ha suicidado la noche anterior. Al día siguiente, sabedor ya de la muerte de HitIer, Doenitz dirige una proclama a las tropas, en la que, aunque no se habla todavía de rendición, se la deja entrever. He aquí el pasaje más destacado del texto:

“La situación exige otro sacrificio de vosotros, que habéis realizado ya empresas históricas y que estais ahora al final de la guerra. Exijo disciplina y obediencia. Sólo siguiendo mis órdenes sin reservas evitaréis confusión y ruina. Quien ahora rehúse cumplir su deber es un vil y un traidor que lleva muerte y esclavitud a mujeres y niños alemanes. El juramento que habéis prestado al Führer debe ser respetado por todos vosotros en relación conmigo, como sucesor designado por el Führer. Soldados alemanes, cumplid con vuestro deber: De ello depende la vida de nuestro pueblo”.

A la vez, Doenitz dicta la orden de disolución del “Werwolf” (hombre-lobo), la organización clandestina nazi, nacida el domingo de Pascua de 1945, que operacon acciones de sabotaje y guerrilla en la Alemania ocupada por los aliados. Constituido un gabinete, por decir así, apolítico (sólo el ministro de Armamentos y Producción bélica, Albert Speer, conserva el cargo).

El Gran Almirante Doenitz debe en primer lugar resolver el “caso” Himmler. El Reichsführer no se ha resignado todavía a la idea de ser dado de lado, y dice a Doenitz: “Me gustaría estar a su lado como segundo hombre del Estado”. Luego explica al consternado almirante que es el hombre adecuado para tratar con Eisenhower y Montgomery.”Mis SS -añade- siguen siendo un factor de orden en el sector central europeo”. Y le asegura que los aliados “tendrán pronto necesidad de estos hombres para sostener el inevitable encuentro con la Unión Soviética”.

Prescindiendo del ambicioso y desconcertante jefe de las SS (que se suicidará

el 23 de mayo), Doenitz se pone al trabajo para conseguir un contacto con los aliados. También él, lo mismo que todos los jefes alemanes, se imagina que entre rusos y angloamericanos habrá una inminente ruptura, y que estos últimos cuentan con tener de su parte al ejército alemán. Así intenta primero una aproximación al general Montgomery (“los ingleses -sostiene el almirante- son menos sumisos que los americanos a la política soviética”). Fracasado este intento, se vuelve a los americanos. Pero el resultado es idéntico. Eisenhower le comunica fríamente que “la rendición debe ser simultánea e incondicional en todos los frentes”.

Doenitz, Keitel, Jodl y los otros jefes nazis que se han reunido esperanzados en Flensburg no ocultan su sorpresa ante la incomprensión americana. Incluso se sienten traicionados en su… confianza.

Siguen días de incertidumbre para el gobierno Doenitz. Los pretorianos de Hitler se imaginan todavía que siguen de algún modo gobernando el país. Por el

contrario, los jefes nazis son capturados uno a uno y encarcelados como criminales de guerra. Bormann desaparece (aunque parece seguro que murió en Berlín el 30 de abril de 1945). Los otros, junto con Goering, que finalmente se suicidará con cianuro, terminarán en Nuremberg ante los jueces aliados, que a unos condenarán al patíbulo y a otros a largos años de cárcel en Spandau.

El drama termina la tarde del 7 de mayo en Reims, donde el general Jodl firma en nombre de Doenitz la capitulación de Alemania en todos los frentes. El almirante, que se encuentra en Flensburg en situación de detenido, no ha querido participar personalmente en la firma de la rendición. Su primer contacto directo con los aliados ha sido bastante agrio, y no tiene ganas de repetir la experiencia.

 

 

“Crónica militar y política de la Segunda Guerra Mundial” (Adaptación libre de “La Seconda Guerra Mondiale” de Arrigo Petacco) Armando Curcio Editore. Roma. Edición española de SARPE, Madrid, 1978.

 

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