In memoriam

24 de febrero de 2003, hace 20 años fallecía Héctor Amor González

La muerte lo manoteó en el “extranjero”, en la costa bonaerense, lejos de su “país de origen”, Boedo. Pero finalmente allí lo depositó, ya recuerdo, a resguardo de cualquier otra partida sin aviso previo. Por Edgardo Lois

Ayer, en la noche del lunes 24 de febrero –de 2003–, el poeta Rubén Derlis, despojado de sus hábitos ceremoniales y de sus musas de café, en simple y cotidiana función de amigo del homo boedensis Héctor González, me llamó por teléfono para avisarme que el Gordo había muerto. Pensé una estupidez al instante, Pero…, si estaba de vacaciones. Héctor murió en un lugar de la Costa; al parecer, el cielo que siguió al cielo de los mates de la mañana se nubló; él no se dio cuenta de nada, porque nada más estaba acostumbrado al cielo de Boedo; y el cielo no aclaró, y, en cambio, sí parió el último relámpago. La noticia cayó, cerca de las ocho de la noche, de pleno sobre las mesas del Margot. Sobre esas mesas, como todos los lunes, había amigos, conocidos, y gente que alguna vez había visto al Gordo sentado a una de ellas. La noticia cayó en medio del desarrollo de un nuevo lunes de alpedismo boedense, definición acuñada por Derlis para los lunes en el Margot. Este café, ubicado exactamente al lado de la inmobiliaria del Gordo, fue la extensión de su oficina, ¿cuántas veces al día terminaba sentado a una mesa del Margot?, no sé si alguien puede arriesgar un número aproximado.

Una y otra vez el Gordo entraba, salía, estaba sentado a una mesa, o estaba parado en la puerta del Margot. Muchas veces camino a mi casa, desde el colectivo 7, miré hacia el Margot, y ahí estaba González custodiando la esquina de San Ignacio y Boedo.

El acceso a la sala de Boedo XXI

No fui amigo del Gordo, nos acercó la mesa de café, comentarios, lecturas; digo que no fui amigo, pero sí fui testigo de ese toque que distingue a unas personas de otras. El Gordo era un apasionado, y mi conclusión es que lo era para todo. Aparentaba tener una inmobiliaria sobre Boedo, pero era mucho más que un negocio. Alguna vez me demostró que en realidad su trabajo consistía en hacer una investigación científica de la casa o departamento en cuestión. El Gordo desgranaba, en infinitas observaciones, el paisaje, la gente, las paredes y, como debía ser, el bajo mesada. Él sabía de todos los secretos; se lo podía escuchar, porque ¡cómo hablaba el Gordo!, y terminar convencido de que él había descubierto la nueva Troya, la verdadera, y que desde ya, cualquiera la podía encontrar a escasos metros de Independencia y Boedo o en alguna calle lateral donde siempre custodia el silencio. Repetía que él conocía como nadie el trabajo inmobiliario, y le creí; siempre le creí más allá del innegable condimento literario y actoral que era capaz de desarrollar este explorador boédico en relación con el centro del universo, su barrio, y con las periferias un tanto desangeladas de los distintos más allá siderales. Digo que la inmobiliaria no era sólo un negocio, porque era además el soporte económico y literalmente edilicio de otra de sus pasiones, Boedo XXI. Caminando por los adoquines de la cortada de San Ignacio se llega a Boedo, ahí la esquina del Margot, si se dobla siguiendo por Boedo hacia Independencia se deja atrás la última ventana del Margot y aparece la inmobiliaria. Cuando termina el cristal de su fachada aparece la puerta angosta que habilita una escalera de mármol blanco, y desde ya mármol blanco gastado narrando escalones arqueados porque así raspa y no convida la historia, así la escalera que lleva hasta el Espacio de Teatro Boedo XXI que bancaba y atesoraba, en el primer piso, el Gordo González. Ahí se hacía teatro, homenajes, se daban charlas, se presentaban libros. Cada vez que Boedo XXI convocaba, ahí estaba el Gordo con su señora recibiendo a la gente. En cada mano el Gordo dejaba la copa de vino y la porción de pizza de cancha que se elaboraba en el Margot. Boedo, por si no se nota, era otra de las pasiones del apasionado, quizás la pasión motora, la pasión madre. En Boedo XXI se puede recorrer un pequeño museo del barrio; si pienso en el museo del Gordo, enseguida se aparece un adoquín, uno de los adoquines que hicieron a la vieja Boedo, y más precisamente en su cruce con Independencia, porque él aseguraba que desde esa esquina provenía el adoquín. Siempre le creí, y en estas cuestiones era recomendable no llevar la contra, porque para variar, el Gordo se apasionaba.

El se hacía más ancho mostrando sus tesoros; te podía mostrar el adoquín, pero no te lo iba a dar porque poseía ese egoísmo, el mejor de los egoísmos humanos como escribí en otro lado, que lleva a no querer desprenderse de una obra de arte, una cuestión de bella posesión, ¿Un cacho de Boedo?, ¿qué, tengo cara de idiota? Boedo era su obra de arte y así procedía en consecuencia.

Recuerdo la tarde en que se apareció en el Margot, eran los días de la Divina Tragedia (así tituló Derlis) por el cierre del Dante, el Gordo había podido comprar algunas de las sillas del viejo café. Estaba emocionado, parecía aún más desaforado que de costumbre, era tan feliz como en aquel día en que le revelaron el secreto del pan, de la milonguita, porque sí, su creador, el señor al que llamaban Milonguita, en el momento del acto de parición era panadero de Boedo. Mirá vos, decía el Gordo, te das cuenta, también pasó en Boedo. El Gordo González siempre ayudaba, si era por el barrio, ahí estaba; si era por su amado San Lorenzo de Almagro, ahí estaba; y si era para hablar de sus comienzos como actor en el teatro independiente, también estaba porque el Gordo también era feliz con su público. Y ahora está muerto.

No fue mi amigo, sólo fuimos compañeros de café, y sin embargo sigo sin creer que este tipo, este toro apasionado se haya hecho a un costado. A la una de la tarde me encuentro en el Margot con Derlis, a las dos llevan al Gordo al Cementerio de Flores, pienso en que es una locura que Boedo no tenga un cementerio para estos tipos. Estuvo bien que el Gordo no tuviera velorio, no era un tipo para velorio, su imagen de vida no autoriza un velorio como si hubiese sido uno más. El Gordo no era uno más porque era un apasionado, y esta es “la” diferencia en estos tiempos en que a la mayoría le da todo igual. Cuando digo que no era uno más, no quiero decir que el Gordo era perfecto, fenómeno hipócrita que alcanza a  casi la mayoría de los muertos en la Argentina. No, el Gordo, de movida, era un cabezón, porque si se hubiese cuidado un poco la salud yo no estaría escribiendo lo que escribo; que a veces el Gordo no tenía las mejores reacciones y que era un tanto vueltero, también es cierto, pero el Gordo no se borraba; me digo que era un ser humano viviendo una época muy poco humana.

Decía antes que estuvo bien el no velorio, creo que sería bárbaro que el coche que se lo lleve se detenga un minuto frente a la puerta de Boedo XXI, frente a la inmobiliaria, frente al Margot, frente a su casa. Después, para otro día, pienso en un vino, entre todos los que quieran estar, que nadie vaya por compromiso porque el Gordo era un apasionado y por tanto merece respeto, en Boedo XXI. También averiguaría qué día el Gordo tenía pensado volver a Boedo, al trabajo, y ese día poner un café o un cortado, no recuerdo qué pedía, sobre la mesa de soñar del Margot (creo que la mesa fue así bautizada por Derlis), y repetir la operación a lo largo del día tantas veces como los testimonios de los mozos permitan establecer el aproximado de sus visitas en un día como cualquier otro. Nadie más debería sentarse a esa mesa durante ese día en el Margot, nadie más.

Ahora el Gordo está muerto; si en el después existe la posibilidad de una puteada, lo imagino puteando, pero no por haber muerto, sino por haber muerto lejos de Boedo; Claro, tenés razón…, en el  extranjero, dijo Derlis ya vuelto a los hábitos y las musas. Así el Gordo se fue arropado con la bandera de su San Lorenzo; así los días; somos un puñado de anécdotas y la felicidad por haberlas vivido.

Edgardo Lois

Desde Boedo Nº 16, marzo de 2003

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