De cuando los umbrales cobijaban

Tito Vaccaro ¿Cómo no añorar los días en que a nadie se le ocurría enrejar ventanas, electrificar cercos o poner canteros para que nadie se sentara? ¿Seremos capaces de perder el miedo y recuperar la esperanza?

Así van a dormir a otro lado, dice el albañil mientras fija el cantero. La caja de cemento, alineada con el frente, impedirá que alguien se acueste a pasar la noche en la entrada del edificio.  –Y claro, con estas bajas temperaturas se meten donde  se les da la gana –afirma una señora que pasa con el changuito–, y,  sin detenerse,  pregunta con arrogancia:  –¿No los vieron en el banco, tirados al lado de los cajeros automáticos?

Él no responde; huye en dirección contraria. La mañana luminosa lo invita a no pensar en cosas serias, pero la escena que acaba de ver le enturbia el ánimo. Igualmente, nada debe detener  su excursión autorizada por los protocolos.  Y, acostumbrado a cambiar de humor con frecuencia, continúa la marcha rumbo a los “comercios de proximidad”.

Le sale al encuentro un recuerdo escondido: Juan José tiene nueve años y está jugando al ajedrez con su tío, el “gran maestro” familiar que adelanta un peón Sentados de perfil, a ochenta centímetros uno del otro, se sienten Bobby Fischer y Boris Spassky. Con las miradas fijas en el tablero que ocupa el  centro del umbral, ni se dan cuenta que Doña Irene les pasa por encima para ir a la feria. Como siempre, la puerta está abierta, y desde el interior de la casa llegan las noticias del “Rotativo del aire” de Radio Rivadavia.

La memoria se muda a la hora de la siesta. Truco de cuatro con barajas usadas. En el boliche, los grandes; en la puerta, los pibes. Dos fulleros sobre el mármol. Sus respectivos compañeros, ubicados en cruz, desgastan pantalones cortos contra la vereda que, como indican las normas municipales, fue baldeada antes de las ocho de la mañana. “–Te vio la seña, hacé la primera…” –“Como quieras, pero me quedo sin nada, eh…”.

Atardecer. La esquina de Yapeyú y Agrelo es el punto de encuentro.  Los cuatro primeros en llegar se sientan en el  escalón de la vidriera,  a un metro y medio del piso. Quedan a sus espaldas los paquetes de yerba Salus, seis botellas de Monte Cudine alineadas como granaderos  y la pirámide de latas de picadillo de carne. Uno llega comiendo un alfajor, otro toma Bidú del pico de la botella verde y Cacho no comparte su sándwich de matambre casero. Se bromea, se discute, se critica. Ninguno se atreve a sacar un cigarrillo; eso todavía debe hacerse a escondidas.  El sol de la tarde comienza a ocultarse y Don Pérez llega con los postigos de madera para proteger la vidriera hasta el día siguiente. De un salto, los privilegiados abandonan el palco. El rebaño se dispersa. Falta poco para la cena.

Y surge otra secuencia de la película sin fin. En las noches de verano, para que los chicos tomen un poco de aire fresco, el mármol blanco se convierte en una banqueta. Es el complemento de las plateas de sillas bajas donde las abuelas  conversan  de vereda a vereda. Ya vendrán los cambios –primero la televisión y luego la inseguridad– para que por la noche todos se queden adentro.

La evocación no abandona al viajero de corto alcance. Algún duende le cuenta  que hace  un siglo,  con música de Julio De Caro, se estrenó el tango Boedo, cuya letra dice que “su” avenida era “del arrabal la calle más inquieta” y que la juventud transcurría “junto al umbral donde hoy aquel poeta canta en los versos su pena de amor…”. Otra voz inesperada agrega que el autor fue Francisco Rímolo,  un  periodista que firmaba sus poemas con el seudónimo Dante Linyera. Él sabe que en aquellos tiempos, términos como linyera eran usados con una mezcla de comprensión y simpatía: poligriyo, pobre diablo, vagoneta, atorrante, pelagatos, pelandrún, muerto de frío…  Por eso le disgustan quienes ahora proponen que los muertos de frío vayan a morir a otro lado. Y  se dice que los umbrales fueron más hospitalarios, y los calificativos, menos brutales, hasta que modismos hirientes, desde cabecita negra hasta planero, llegaron para sumar burlas al desprecio.

La travesía se torna poco alegre; el ánimo flaquea. Pero desde el ensueño, para darle un empujoncito cálido, Homero lo invita a entonar en voz baja: “y allí molerá tangos para que llore el ciego, el ciego inconsolable del verso de Carriego, que fuma, fuma y fuma sentado en el umbral.”

El paseo sigue con dudas y preguntas.  ¿Cómo no añorar los días en que a nadie se le ocurría enrejar ventanas, electrificar cercos o poner canteros para que nadie se sentara? ¿Seremos capaces de perder el miedo y recuperar la esperanza? ¿Por qué nadie recuerda que hace un año, nada más, para proteger de la ola polar a gente “en situación de calle”, se abrieron estadios y se organizaron colectas? Él presiente que quienes entonces acusaron a los dirigentes del fútbol de “hacer política con la necesidad”, ahora comparten la tribuna con los que mandan a viejos en riesgo a marchas de contagio y agresión. ¿Habrá más espacio para la solidaridad que para la indiferencia y el rencor? No será fácil.

Llega a la panadería. Cinco personas hacen cola contra la pared. No son tantos. Se ubica al final, manteniendo los dos metros de distancia. Hay sol. Pero no alcanza. No le quedan ganar de tararear, pero el sistema de audio interno le acerca a Goyeneche:

“Cuánta nieve hay en mi alma!¡Qué silencio hay en tu puerta! Al llegar hasta el umbral, un candado de dolor me detuvo el corazón”.

Y, ya que estamos, que también cante Julio Sosa:  “Fui sin rumbo por las calles y rodé como una bola; por la gracia de un mendrugo, ¡cuántas veces hice cola! Las auroras me encontraron largo a largo en un umbral…”

–Señor, señor, avance… Le toca a usted… Entra a local y pide: –Por favor… Medio de flautitas…

 

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