Aquellos “fierros” infantiles
No hay DNU que se atreva con los recuerdos. Mario Bellocchio
Eran los tiempos en que todavía vibraban las hazañosas performances de Toscanito Marimón, Juan Manuel Fangio, Eusebio Marcilla, los hermanos Gálvez y muchos más en la “Buenos Aires-Caracas” –1948– y la desdicha de Oscar Gálvez, cómodo puntero, descalificado a sólo kilómetros de la llegada, por permitir la ayuda de un particular ante una falla técnica. Habían recorrido casi 10.000 kilómetros atravesando cinco países sudamericanos.
Fangio era mi preferido, en detrimento de los Gálvez, aunque celebré entusiasta la victoria de Oscar en los autos “gran prix” –que a partir de 1950 integrarían la “fórmula uno”– en un improvisado circuito armado en los Bosques de Palermo un lluvioso domingo de febrero del 49, chaparrón que seguramente ayudó a su pesada Alfa-Romeo a imponerse sobre las Ferrari de Ascari, Villoresi, Farina & Cia. por primera vez en nuestro automovilismo cuando el casco “protector” era sólo una funda de cuero que más servía para no despeinarse que para un accidente y el vehículo oficiaba de mortaja en un vuelco. Así se mató el piloto francés Jean-Pierre Wimille ensayando para la carrera que luego ganaría Oscar.
En casa, frente al Parque Chacabuco, mientras tanto, la admiración se traducía en pueriles intentos de emulación sobre los “fórmula uno” infantiles, los carritos de rulemanes.
El “vehículo” consistía en un angosto tablón de madera de poco más de un metro de largo, atravesado por un eje trasero rígido y uno delantero girable –con las “patas”– que servía de dirección. Está demás decir que los ejes se coronaban con cuatro rulemanes: dos grandes para el trasero y dos más pequeños para el delantero.
¿Y dónde se conseguían los célebres rulemanes? Recurríamos a los talleres mecánicos donde eran material descartable del recambio de las ruedas de los autos. Recuerdo uno de Centenera, entre Tejedor y Estrada donde nos esperaban con el paquetito. De ahí a armar el “fórmula infantil” había una considerable distancia, pero ya el invalorable material rodante estaba a buen resguardo. Algún adulto asesoró sobre la conveniencia de asegurar la posición de los rodamientos en el extremo de los ejes con pequeñas cuñas de madera y alguna abuela, tía o mami colaboró con la provisión de un pequeño almohadón a modo de precario asiento.
Ni válvulas, ni bujías, el carrito ya estaba “mecánicamente” óptimo para la largada.
¿Y los circuitos? Había un terceto de prioridades ineludibles: una pendiente razonable, un asfalto liso y seco y, fundamental, poco tránsito manejable sin intervención policial al momento de largada. El “¡Oiga, don! ¿Nos banca 5 minutos que corremos la carrera?”, jamás, que yo recuerde, fue rechazado y, normalmente, era secundado por conductores que detenían su vehículo y se convertían en espectadores. Otros tiempos, otros vehículos, otras premuras…
Y mi barrio de entonces tenía/tiene las insuperables “casitas” con sus pasajes de románticos nombres: De las Ciencias, Del Buen Orden, De las Artes… Esos tres pasajes, precisamente, tenían una pronunciada pendiente entre Tejedor y Estrada y un piso inmejorable. Así que se transformaron en nuestro Monza barrial.
Recuerdo un día en que nos pegamos flor de julepe. Tito Ópido se mandó –“entrenando”– por De las Artes y en Estrada casi se lo come un camión –¡zafó de pedo!– Claro, un carrito en velocidad no era fácil de detener. Te gastabas los talones de un par de zapatillas en el intento no siempre victorioso. Así que a mí se me ocurrió –ya medio Mac Gyver desde aquellos años– incorporar a mi carrito unos frenos de emergencia que resultaron muy efectivos. Consistían en un par de tirantitos de madera articulados sobre la base del carrito y unidos arriba por un palo de escoba. En emergencia te prendías del palo de escoba, tirabas para atrás y el carrito poco menos que se “clavaba” en frenada abrupta.
El adminículo fue prontamente adoptado por mis amigos y yo me sentía poco menos que el Bernie Ecclestone de los carritos.
Pero no sólo de carritos, fóbal, balero y figuritas vivía el pibe de los 50’s. Cuando aparecieron los TC de plástico a alguien se le ocurrió rellenarlos con masilla –la plastilina llegó más tarde– y alguno adicionó una tuerca de bulón para agregarles peso. Y algo más ¡Fabricarles una precaria suspensión a ballenita! ¿Cómo era el asunto? Con un clavo al rojo se transformaba el agujero del eje alargándolo verticalmente y se colocaba una ballenita –afanada al viejo o al abuelo, de las que se usaban en los cuellos de las camisas– que oficiaba de muelle elástico y…, ¡ya está! El pequeño TC tenía suspensión independiente en las cuatro ruedas.
Lo incontrolable de todos modos era la detención del vehículo luego de la catapulta del brazo. Y como cuando el cochecito salía de la pista –dibujada cuidadosamente a la cal– debía volver atrás, había muchas discusiones sobre si salió o le falta salir al paragolpe trasero (¡já!). Así las cosas hasta que a Terry se le ocurrió lo de la cucharita.
Una vieja cucharita de café oculta o visible oficiando de tren delantero era mucho más obediente que las rueditas y si no te fallaba la dirección del envión era bastante “medible” el impulso a aplicar para no irte “al pasto”. Estábamos en presencia del proto-Scalextric que irrumpiría, devastador, años más tarde.
La “manía” de los cochecitos perduró toda la infancia y tuvo un “revival” a mediados de los 70’s con la aparición del Tyrrel P 34 –el revolucionario fórmula uno de seis ruedas– reproducido en plástico en mayor tamaño que los TC junto a otros coloridos representantes: Ferrari, Maserati, Lotus, Brabham.
Manía transportada a las playas donde se armaban enormes y disputadas tenidas en circuitos trazados sobre la arena dura de la orilla. Los “pilotos” ya no eran niños y recuerdo haber presenciado acaloradas discusiones de adultos al borde de la trompada sobre aspectos “reglamentarios” nunca escritos que solo los pibes de los 50’s podían sostener con templanza y códigos.
Hoy todo se reduce a la cómoda contemplación del TC y la F1 en transmisiones de televisión, con tomas de mini- cámaras que ni Cacho Fontana hubiera imaginado para su “máquina de mirar” de “Video-show”.
Sólo el recuerdo tiene fotos de un pasado en que llegué a usar un par de antiparras de soldador con vidrios transparentes a bordo de mi carrito de rulemanes para remedar a los pilotos de verdad.