Anotaciónes víricas VII y VIII

Séptima selección de Mientras tanto. Edgardo Lois

No hubo lluvia en el paisaje de la noche triste. Solo hubo rendija ancha de avenida para que sople el viento frío. En la mañana alumbró el sol, una vez más, sobre la vereda contraria a la escuela. El hombre nace en el tiempo, me dijo un día mi amigo, el pensador Eise Osman, y muere en el espacio. La sociedad del olvido: un espacio tan grande como salvaje. La ciudad de las pandemias despierta cada día.

El motor de un auto convoca a ronda cercana a tres muchachos. Mecánicos y el dueño de una nave que brilla de punta en blanco. Solo uno de los muy cercanos –que los motores tienen esa manía de atraer para mejor ver– lleva barbijo arriado al cuello. Pude ver, en la caminata de esta tarde, esta escena de cercanos en cada taller descubierto.

Cercanía del bajo autopista, calle paralela a Avenida La Plata. Dos nenes jugando en la vereda, meta patín, sin barbijo, día martes no entra en fin de semana recreativo.

En cada bajo autopista aparecen las señales del día que señalan desde la noche anterior hasta la noche por venir. Disimulados en rincones: colchones, trapos, mantas, alguna silla. La sobrevivencia de los que viven en la calle.

Cuando arranqué la caminata pasé junto al refugio vacío del hombre que, hace días, duerme sobre la vereda de la escuela, en Avenida Garay.

En las calles del aislamiento, en esta ciudad triste, se ve el límite claro: los ciudadanos condenados. En la misma ciudad aquellos que por cansancio arriesgan movimientos sin lógica, como arriesgo mis pasos vivos en la caminata que salva –un día más– el ánimo.

Ayer fui hijo que extraña al padre en el día del padre. Ayer fui padre que extraña a la hija en el día del padre. Fue emotivo que el saludo de Julia superara los doscientos kilómetros entre ciudades. Su voz aislando este aislamiento. Hablamos. Fui feliz al escucharla, se lo dije. Recordé al abuelo Rolando. Le dije que extrañaba a mi papá. Que tanto te extraño, hija querida. El día no fue fácil para este hijo y padre que ahora anota en el Mientras tanto. Tironeado por buenos recuerdos y por extrañezas, soledades, tan de alto oleaje marino, a veces, la memoria. Lejanos los árboles, el sol, esta tierra de barrio con historia. Alumbré nombres en el aire del refugio para escucharme decir. Hubo además el llanto. Existió este 21 de junio.

Mañana gris. Sensación de calesita. Por acá ya pasé. A poco de bajar desde el dormitorio. Pasé, bajé. Hace un rato. Ayer. Y antes de ayer. Más de noventa días, los ayeres en mi segundo aislamiento. Un algo desesperación me golpeó el pecho. Un golpe desde adentro. Sucedió cuando vi la olla vacía sobre la mesada de la cocina. Así se repite el mundo, pensé. Otra vez acá. Otra vez en el día siguiente.

Hoy es día triste de junio, de derrota. Sucede que comprendí, una vez, otra vez, y una vez más, que perro que ladra no muerde. Comprendí que hay que ser rápido y certero en el tarascón y mordida. Así quiero ver nacer la otra historia. Muerdo porque me defiendo. Pero el perro sigue ladrando, demasía de pedir permiso, permiso, y descuida el campito grande, la tierra con dueño. Ladraderas maneras construyen derrotas, pienso hoy, en día triste.

La olla vacía y el mundo, el paisaje en su lugar. Mientras tanto sucede, repetido, el día.

Una Buenos Aires del pasado. Lejana y vital. Una memoria. Con fuerza. Me veo, siento que sigo parado en aquella historia. Aire de presente continuo. Sigo en eterno mientras tanto. 1987. Mis pasos en la aldea natal. Esquina de Callao y Corrientes. Escuché el comienzo de una canción: Ciudad de pobres corazones de Fito Páez. No recuerdo el nombre de la disquería, ubicada sobre Corrientes, a media cuadra de la encrucijada lunar. Bafles en la puerta a buen volumen. Atendía Juan, el recuerdo de un buen tipo. Trabajé varios años, luego del servicio militar, en un local de venta de loterías provinciales, en el hall de la estación Callao. Entre compras mutuas conocí a Juan. Escuché En esta puta ciudad…, y quise saber a quién pertenecía la canción. Me llevé el long play bajo el brazo. No lo dudé. Desde mi querida Buenos Aires ya tenía noticia de su condición traicionera. Buenos Aires, la amada, la odiada, toda una historia de amor. Real. Salvaje. Desde Callao y Corrientes sentí el impulso de andar, de escribir mi propia Buenos Aires, la ciudad de donde nunca me tendría que haber ido. La ciudad a la que regresé. La ciudad donde hoy vivo el aislamiento. En Buenos Aires mi fundación, mi amor y mi desamor. Mis soledades y mis miedos. El poeta me invitó aquella vez a ser en la ciudad, una identidad devenida desde la poética urbanía.

Quien fugó dólares, lo seguirá haciendo. ¿Cómo es que mi presidente saluda el “compromiso” del fugador? Un compromiso con el país, la patria. ¿La patria de quién?, me pregunté la vez que me tocó ser soldado y defender a la patria: repito ¿la patria de quién? La de Ellos no es la mía. El latifundista solo piensa en su compromiso con el latifundio.

Tiembla el cuore, duele la historia que hace pocos días me contó el egregio José Saramago en su Levantando del suelo. El poder económico en Portugal, en la región del Alentejo, los modos salvajes de los dueños del latifundio. Pobreza, hambre, muerte. El hombre sojuzgado por el hombre. La violencia del sistema, cada día, sobre la mesa del pobre.

No se debe felicitar al latifundista –cualquiera sea su nombre– si se está a favor de la vida y la justicia.

Ayer escuché a mi presidente extender y reforzar las medidas del aislamiento. Es necesario. El paisaje está claro. Entiendo el paso atrás. Al mismo tiempo, y por primera vez, sentí miedo. La incertidumbre, su esencia, su sima, se acomodó memoria adentro. Pensé en mis amores, mis personas queridas. Sentí miedo frente a las horas futuras de la distancia. La radio sobre la cama. Sentado. Solo. Cien días en la vida. Voy, vamos por más. La mirada sobre el piso del refugio. Pensé. No tengo miedo a la ruleta rusa cargada de virus. Pensé. Sentí. Tengo miedo a la continuidad de los encierros. Que el diálogo sea entre mi puñado de almas, como hasta ahora. Ojalá.

La incertidumbre susurra una pregunta chiquita, un algo astilla que crece en el cansancio: ¿podré?, y otra: ¿dónde está escrito el destino de los extras? Me guardo en las fotos, blanco, negro y la memoria del sol. Me sigo guardando en este Mientras tanto.

La manita de la empleada del banco, una muchachita que se ofreció –desliz impensado– a corroborar una aplicación, tocó apenas mi aparato celular. Nada ofrecía la tecnología en mi poder. Entonces me estiré y recuperé el tumor que le había pasado a la empleada. Mientras me recitaba un mal poema de autor bancario, su manita volaba alto sobre el teclado de su computadora. La manita estaba ansiosa. Aún mejor, pensé, con mayor decisión que cuando esa manita busca entre lances de amor. Ansiosa, victoriosa la manita, al fin, llega hasta la botella con pico aplicador de alcohol en gel. Recién ahí aflojó la caripela del asco que llevaba entre los dedos finos de manita, y entre los ojos claros de toda esta muchachita. Un asco goteante, lovecraftiano, viscoso, tenebroso, un color que cayó del cielo. Un asco tan establecido en la sociedad del aislamiento. Asco y miedo, una manera de despreciarnos de manera civilizada. Oh, nuestro señor del desprecio. Una presencia así en la tierra como en el cielo de cada día. Un asco y miedo por lo físico originado en el otro, que seguro copula con el virus sin cuidarse. Quedó viejo el cartel: perimido ser solo despreciado por pobre, extranjero, zurdo, peronista, negro. Esa costumbre de escenificar el asco por el otro, el miedo por el otro. Ah, sí, fue cierta la manito. Un fotograma de detalle en la película que nos contiene como extras. Cierto el asco. Cierto el miedo. Ciertas las distancias.

Edgardo Lois / Octubre 2020 / Buenos Aires

 

Anotación vírica VIII

Octava selección de Mientras tanto:

3 de julio. El frío hace aún más lento el mientras tanto del aislamiento. Hace días que no registraba el impulso de la escritura.

Vivo en el dormitorio. En la torre del refugio. Bajo a la cocina comedor solo cuando es hora de terminar con la visita del hambre. Ando de campera bajo el cielo del refugio, se vienen momentos de fresquete cuando el almuerzo y la cena. La radio me acompaña. También la memoria. No sé cuántos, pero hace días que no se ve el sol. Y muchos más días cuento sabiendo que no salí a dar mi caminata.

Ayer, cerca del mediodía, fui a comprar comida. Paisaje húmedo y frío. Frío bajo la autopista. Caminé unas cuadras. Fui y volví por Mármol. En la esquina con San Juan no había colchón sobre la vereda, contra la pared. Tampoco utensilios para la sobrevivencia en la calle. No estaba el hombre que vi habitar esa cercanía de cielo abierto. Cuánto dice una ausencia. Cara o cruz.

Caminé frío, lento. De ida y vuelta, triste y en silencio.

Apareció el sol sobre Avenida La Plata. Me rozó varias veces. Entonces decidí caminar, recuperar mi paso sobre el barrio. Sucedió casi sin darme cuenta. Caminé, pasaron las calles o se volaron, evaporadas en compañía del sol. Tuve consciencia del paisaje cuando por Inclán casi llegaba a Boedo.

Sucedió en el último tramo de vereda. Se dio un corrimiento espacio temporal. El paisaje de hoy me llevó hasta uno de ayer. En el paisaje –no podía ser de otra manera– pedía contarse una historia.

Sobre la vereda de Inclán había por lo menos cuatro botellas grandes de gaseosa, llenas con agua, y atadas a un par de canteros.

Recordé al Turco, un personaje que conocí cuando ambos éramos un tanto más jóvenes. Fue en Boedo, en el 99. Sucedió en el barrio, en días en que casi toda Buenos Aires había sido invadida por las susodichas botellas atadas a canteros, marcos de puertas y portones, y rejas. El Turco lucía un tanto alterado. Le parecía una barbaridad fomentar la imposibilidad –a través de estas presencias demoníacas– de que el perro dispusiera en libertad de lugares donde hacer su necesidad. Porque indicó el Turco que los conjurados negaban el derecho canino al “libregarco”, nombrada la acción así de manera explícita. Este superhéroe o justiciero de barrio se había comprado una pistola Robin Hood de aire comprimido y balines copita. Salió una primera vez. Eligió noche de lluvia para poder mandarse con un piloto grande que ocultaría la pistola. El Turco contó los tres primeros disparos. Confesó su fracaso. Los balines rebotaban contra el plástico. Hizo pruebas en su departamento. La pistola no servía para destruir botellas. Fue cuando le sugerí que por qué no encaraba el desafío con un simple cuchillo de cocina, y procedía a degüello, que de esta práctica bien sabía la historia de esta tierra. Y que si tenía dudas revisara el gobierno de Bartolomé Mitre. Nunca más volví a ver al Turco. Todavía no me explico sus ganas de hablar, de contarle a un desconocido. Con el tiempo las botellas desaparecieron del barrio y de la ciudad toda.

Vuelto al presente y sobre la disposición defensiva vista sobre Inclán, al menos cuatro en el fondo, aparecen preguntas: ¿renacimiento de una práctica del ayer?, ¿o vestigio, ruina u homenaje a un mundo perdido?

Todo se transforma en aislamiento. Todo se hace foto, cuadro de historieta. Cierta locura y desesperación en los días primeros. La lejanía con el pensamiento y la escritura. No poder concentrarme. El paso de los días en total silencio. Tres cuadras hasta el mercadito chino. La radio encendida todo el tiempo. Y otra vez, y siempre, el silencio, adentro y afuera, y ella, la soledad. Más de cien días en el refugio. La distancia que me separa de mi hija. La vida de alguna manera registrada en estas páginas. Una memoria. Recuperada la escritura, la lectura. Escuchar la voz de las personas amadas. La salida a caminar por el barrio. El puñado de amigos. Las ganas de contar mi lugar bajo la pandemia. Descubrir de manera mágica la presencia cercana del sol. Saber del sol que me invitó a retomar veredas olvidadas, a querer caminar. Permitido el alto sueño en un pliegue de la siesta. Vuelve la ronda de mis fantasmas amados. Vuelve la memoria que creí perdida, desangrada, colgada en un cerco de alambre de púas. La vida sigue, las historias nacen. No estoy solo. A mi lado, el otro.

Un paño rojo sobre una rama a media altura del árbol. Enganchado de forma descuidada, como cuando se cuelga, con apuro, ropa en una soga.

Ausencia en el altar del Gauchito Gil. Ni la estampita. Ni el vaso con vino.

Ausencia de San Expedito en el otro altar.

En el piso de tierra que rodea la base del árbol, a los pies de la primera ausencia: una vasija de barro con un poco de agua, y la base de un bidón plástico degollado a unos diez centímetros de altura: guarda una buena cantidad de corchos de botellas de vino.

Nada más en el ceremonial descubierto en mis caminatas.

Aislamiento en el barrio.

Razones ocultas sobre la calle Las Casas.

Avenida La Plata 1961. Desde la vereda de enfrente miro las ruinas del cine Antártida. Una imagen de ayer, remembranza: el cine Víctor de Villa Bosch, el más cercano a mi Martín Coronado de infancia.

Un alto en la caminata por el barrio. Tarde nublada. Silencio en las calles. Pude escuchar nuevamente el rastro sonoro de mis pasos. Parecía película con secuencia en el cementerio. El hombre camina sobre un sendero de grava.

Desde la esquina detengo la vista en la fachada destruida. El frente pintado en paños blancos y celestes fue bien lavado por la lluvia. Una crónica del paso de los días. Los típicos ventanales de cine que nacen a partir del techo o alero sobre la vereda. Los vidrios rotos. Por los huecos vuela la vida de las palomas hacia sus nidos.El esqueleto de chapa del cartel que alguna vez llevó el nombre Antártida, sigue suspenso sobre el techo.

Reparo en dos grandes maceteros. Cuadrados, hechos con ladrillos, todavía pintados de blanco. Uno a cada lado del esqueleto que sostuvo su palabra, muy cerca o sobre la base de la marquesina. Dentro de cada macetero: la presencia de una palmera de buen tamaño. Presencias naturales escapadas quizá de la película que a diario se proyecta en la encrucijada de Castro y Rondeau. Las palmeras son un detalle lógico en la altura de la proyección de este presente. Películas de sobrevivientes que atraviesan el desierto de la calle, del aislamiento, de la pandemia, de la incertidumbre. En el barrio hay palmeras queriendo hacer cielo sobre la avenida.

Escribí imágenes, historias, en los días de ayer, y fue posible porque nació el encuentro justo. Esa necesidad de jugar a la magia. Aquello ocurrió: felices los momentosdel abrazo con la escritura del día.

Solo es posible la contemplación sobre las maneras de ayer. Y puede no estar lejos ese ayer. Casi de cotidiano la calesita que nace eternidades lleva vueltas completas de memorias.

Es hombre distinto el que anota las fotos del aislamiento que aquel que anotó, por ejemplo, la aparición del carancho. Es más, es un hombre distinto el que anotó las primeras miradas en el paisaje de la pandemia, tan distinto al que hoy anota las últimas.

Hombre que espera habitar el afuera por venir, y nacer otro. En esas veredas la escritura del nuevo tiempo, en el que soy el mismo y otro cada vez que sucede historia y recreo, el aire en blanco que entiendo como la vida en el mientras tanto.

No había una hoja de árbol sobre la vereda de Inclán, entre Colombres y Boedo. Y allí estaba la vieja, la anciana encorvada que anoté hace unos días. No había pala azul sin mango. Escobillón ralo, sí. Logró destrabar una hoja en un cantero, y la guardó en el bolsillo de su abrigo marrón. Iba vestida como la vez anterior. El mismo afán en su quehacer. Caminé a su lado. Luego de unos metros, detuve los pasos y giré para mirarla. De repente me pregunté: será de verdad. Ahí estaba, cerca de la esquina con Colombres. Nueva pregunta: en qué casa de la cuadra vivirá. En ninguna adiviné la respuesta. ¿Será de verdad la que aparece en las tardes? Volví a mirar, pero ya no estaba en la vereda libre de hojas.

Cielo nublado. Pocas personas en la calle. El arte del silencio invita a agregar fotos en esta memoria.

Edgardo Lois / Diciembre 2020 / Buenos Aires

 

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