Si no son redondas no son figuritas

El cartel del kiosco parece un grito. Letras gruesas de marcador rojo: NO TENEMOS FIGURITAS. Pobres pibes, se apena el flaco. Compra un alfajor y sigue su paseo.Tito Vaccaro    

Mientras camina por la Avenida piensa que se podrá ver todos los partidos.  En directo desde Catar. Faltan pocos días para la emoción sin grietas, la repetición de las jugadas en el televisor, los primeros planos del goleador o del arquero que vuela para desviar la pelota. El mundial. Lo máximo. Como antes, como siempre. Se atropellan los recuerdos. Mezcla sin tiempo ni olvidos posibles. El gol del Diego. La expulsión de Rattín. Fillol, Luque y Kempes. La triste vuelta de Amadeo desde Suecia. Los penales atajados por Goicochea. Cannigia y Passarella. Menotti, Bilardo, Bielsa y Peckerman. Nombres que desfilan a la espera de continuación. Es el turno de Messi. Para alcanzar la gloria… O la condena.

Hace meses comenzó la fiebre por las figuritas. Como nunca. Un entusiasmo ajeno a la diversión, saturado de consumismo, de necesidad forzada, opuesto al juego, derivado de una propaganda agobiante en un marco de comercio especulativo. Adultos inducidos a satisfacer los fervores infantiles. Pobre pibes, exagera el flaco en su razonamiento al paso.

Lo interceptan imágenes de  su rincón emotivo. Y él se deja llevar al espacio de la memoria, un mar en el que nada con eficacia. Aprendió a amortiguar dolores viejos y a recuperar antiguas caricias. Entonces, en una pantalla imaginaria, comienza a proyectar para sí mismo un documental que no demanda pruebas ni testigos.

Llenar el álbum era secundario. La auténtica aventura consistía en jugar para adueñarse de la mayor cantidad posible. Comprar los sobres de figuritas no era importante. La cosa era agrandar el stock como resultado de haber ganado competencias en las distintas modalidades. Para el objetivo de acumulación eran  igualmente válidas las diferentes variantes, aunque no todas requerían similares destrezas. Una de las más exigentes era jugar al punto. Los pibes se arrodillaban en el cordón, la punta de los pies apoyadas sobre los adoquines; o de pie, o agachados, mirando hacia la pared, pero sin invadir las baldosas. El cartoncito redondo se sujetaba haciendo una suerte de pinza entre la uña del pulgar y la yema del índice; de golpe, la primera se deslizaba hacia adelante ejecutando un disparo que generaba, a su vez, un chasquido apenas perceptible. Los menos hábiles simplemente arrojaban las figuritas como si fuera una ficha de tejo. Una vez concluida la ronda –podían ser más de una– quien había logrado ubicar su envío más cerca de la pared se quedaba con todas las rodajas de colores dispersas sobre la vereda. A veces, alguno lograba que la figurita quedara inclinada entre el piso y la pared, era un “espejito”, ganador absoluto, solo superado si otro competidor conseguía derribarlo mediante un tiro casi milagroso.

Menos frecuentes eran los duelos a “voltear espejitos”, haciendo puntería a distancia. También se jugaba a la “encimadita” o “tapadita” –sobre la misma cancha embaldosada y el mismo modo de lanzar–, y al “puchero” –que exigía menos habilidad–, dejando caer uno a uno  los cartoncitos que se apoyaban contra la pared a un metro del piso. Ganaba quien lograba que el suyo cubriese aunque sea en parte alguno arrojado anteriormente. ¡Qué fiesta era jugar! El acopio era resultado de la aptitud. Pocas sensaciones podían equipararse a exhibir con orgullo el pilón más alto, casi imposible de ser sostenido con una sola la mano.

Ya no le importa qué pasa alrededor. Él  sigue su viaje, inmerso en un tiempo de sol y rodillas sucias. Ahora le parece escuchar el diálogo entre Julio y Robertito: –Te doy cinco por esa de Mussimesi–.  –Dame diez. –No, está muy gastada y va a quedar chueca por más engrudo que le ponga… Es cierto que la aventura se podía completar con un objetivo rara vez logrado: llenar el álbum. Recuerda uno de tapa azul –seguramente perdido en alguna mudanza, me cache en dié–. Le parece tenerlo entre las manos, sentir ese olor a papel y pega-pega. Era, como todos los de aquella época, dedicado exclusivamente a clubes argentinos. Esa vez tampoco pudo completarlo. Le faltó una docena de jugadores y lo peor fue que en la página de San Lorenzo le quedó vacío un solo lugar. Aún hoy lamenta la ausencia de aquel “back izquierdo” que muy pocos deben recordar. Neveleff. ¿Dónde estabas Neveleff?, que no aparecías por ningún lado. ¡Nadie tenía tu imagen impresa en la medalla de cartulina! (Aquí corresponde consignar que, ya de vuelta en su casa, el Flaco acudió a San Google para confirmar si Neveleff había existido o era una ensoñación producto de un entusiasmo nostalgioso. Así pudo comprobar que en 1956 el susodicho jugó 7 partidos con la azulgrana y luego pasó a Estudiantes).

Dos chicos con la camiseta de Argentina cruzan Independencia. El Mundial ya está acá. Todo muy bien, piensa, pero camina contrariado: lo de las figuritas “no le cierra”. Venta con sobreprecios, kiosqueros recibidos por el Gobierno luego de una manifestación frente a la imprenta, padres que en el Parque Rivadavia –mientras los hijos miran–  pagan en efectivo por las más difíciles, coleccionistas de cualquier país que compran por internet álbumes completos. Es evidente que la cuestión es comprar, solo comprar, esos rectángulos de cartón parecidos a estampitas de un bautismo. ¡Por Dios!, exclama en voz baja. Le contaron que muchos chicos  juegan en los patios de las escuelas o intercambian desde las casas, cada uno frente a su computadora. ¿Cómo se divierten si no pueden mirar a los ojos a los amigos? Si no llegan a la esquina para desafiar a los otros. “Figuritas cola” se decía, porque, como con las bolitas, el que “cantaba” primero tiraba después, lo que suponía una ventaja no siempre exitosa.  A qué juegan, se pregunta, si no están en la calle, si esos cartoncitos que se venden y revenden no sirven para encajarlos entre los dedos. Si no pueden lanzarlos como discos voladores contra alguna pared. Pobres pibes, lo que se pierden. Si no son redondas no son figuritas, susurra finalmente.

Y para recobrar el ánimo prefiere pensar en la Scaloneta. Por ahí, ¿quién te dice?, se nos hace y volvemos campeones.

 

 

 

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