Nuestra ruta del marfil

En Yapeyú al 600, a media cuadra de México, frente a la fábrica de vainillas, está el club Atipay. Tito Vaccaro

Enrique Navarra y el padre del autor a taco y tiza

Va por el segundo café. A pesar de la mañana fría, varias mesas del bar están ocupadas. Ve la leyenda en el televisor.  Contrabando: Vietnam incautó siete toneladas de marfil. La noticia le dispara un puñado de recuerdos. ¿Qué tendrá que ver el sudeste asiático con las calles del barrio? Nada. Pero el Flaco encuentra la excusa para maltratar una vez más al almanaque. Y retrocede en el tiempo.

En Yapeyú al 600, a media cuadra de México, frente a la fábrica de vainillas, está el club Atipay. Es una casa chorizo que un grupo de hombres del barrio convirtió en lugar de encuentro cotidiano. Se juega mucho a las cartas y hay que anotarse para ocupar la única mesa de billar. Muy de vez en cuando se recibe la visita de algún personaje destacado. Un viernes al anochecer, a mediados de la década del ’50, por el pasillo de mosaicos calcáreos ingresa Enrique Navarra. Es el campeón del mundo de billar, a quien días antes felicitó en persona el presidente Perón. El deportista, de traje y corbata, cruza el patio delantero con su taco en la mano. En la sala grande lo reciben veinte señores y tres chicos de pantalón corto. Uno de estos es un flaquito movedizo, autorizado a hacer los deberes durante el fin de semana. Ahora, al lado de su papá, come maní con chocolate.

El invitado pasa la mano por el paño, lo acaricia, lo tantea, le da dos palmaditas. Es el campo de juego para una de sus demostraciones mágicas. Billar artístico, fantasía pura, destreza superlativa.  –Empecemos por algo fácil, a ver vos, vení –dice señalando al Flaco niño que sonríe y se acerca. El  campeón lo alza y lo acuesta a lo ancho en el medio del plano verde. Quedan dos cuadrados perfectos. Pide una botella de cerveza  vacía. Se la acercan inmediatamente. Ubica el envase en una esquina de la mesa, le pone en el pico la bola roja y coloca las dos blancas en el sector opuesto.  –Sepárense, por favor, pero no se preocupen, porque el piso va a resistir y las amigas no se van a romper, son de marfil –explica el artista mientras pone tiza en la punta del taco–. El silencio es absoluto. Avisa: –Ahí va. El arma se desliza entre los dedos, va y viene hasta que impacta. Es un golpe seco a “su” bola, la cual rebota en la otra y vuela sobre el chico para sacudir a la roja. Caen las dos al suelo, una para cada lado. La botella sigue en pie, intacta. Todos quietos, mudos. Hasta que  estalla el aplauso.

El pibe baja de la mesa. Le importa poco haber colaborado con la proeza del campeón. Está pensando en otra cosa. Acaba de oír la palabra que lo había fascinado cuando supo que eran de marfil los colmillos de Tantor, el elefante de Tarzán. De ese mismo material eran los largos dientes de Dumbo, el elefante de historieta que volaba agitando sus orejas enormes. La madre le había dicho que con el marfil se hacían teclas de piano, piezas de ajedrez,  peines,  pulseras y estatuas pequeñas, como esa que la tía Juanita tenía sobre la cómoda. Quizá, teniendo en cuenta que la radio de su casa derramaba tangos a toda hora, le haya llegado también  el mensaje de algún cantor: “¡Qué pálida tenés tu tez marfil!  ¡Qué extraña y qué febril tu palidez!

El Flaco pide un tercer café. Apenas se lo traen, el GPS de la memoria lo hace volver al itinerario.

No hay rumbo previsto ni tiempo fijo. Ahora la tarde recién empieza. Salir del Atipay; ir por Yapeyú hasta Agrelo; doblar a la derecha;  andar una cuadra;  en Castro doblar otra vez a la derecha; detenerse a los  diez metros. Despacho de bebidas del almacén de la esquina. Las puertas,  abiertas de par en par. Detrás del mostrador está Don Pedro. A cada rato va al otro sector para controlar cómo su hijo vende a las vecinas fideos sueltos, azúcar y galletitas. De este lado hay sólo cuatro mesas  sobre el piso de madera gastada, rugosa, gris de tanta escoba, trapo y lavandina. Hay olor a vino y aceitunas. En un rincón, tres  hombres callados juegan al chinchón. Pero en otra mesa hay ruido. Es un cubilete que pasa de mano en mano, una coctelera de cuero blando, envejecido, dentro del cual se atropellan cinco cubos indomables. Son sacudidos en lo alto y arrojados sobre la mesa. Dan pequeños revolcones hasta quedar inmóviles. Forman un full, quizás una escalera, o alcanzan el éxtasis de una generala. Son dados serviciales, siempre a mano,  acostumbrados a la luz débil y al humo de cigarrillo, a veces muy blancos, a veces de un color ahuesado, añejo, nostálgico. Seguro son de marfil, piensa el pibe y sigue viaje.

Retoma Agrelo y llega a Boedo. Esquina imposible de olvidar. Un bar como Dios manda. Hecho y derecho. Sánguches  de jamón crudo recién cortado dentro del  pan más crocante. Nadie nunca podrá igualarlos. Una mesa de billar en la que Ricardo y el plomero Nicasio juegan al casín.  Por allá, las barajas, monte y siete y medio, apuestas a la vista. Contra la pared del fondo, los más silenciosos juegan al dominó. Tienen aire intelectual. Acomodan las pequeñas placas, una tras otra, para diseñar un trazado que varía en cada ronda. Calculan como grandes matemáticos mientras toman capuchinos o Cubana Sello Verde. Hay que acumular la mayor cantidad de puntos, sumar esos lunares que viajan en cada una de las fichas. Pero éstas tienen un dueño muy cuidadoso, Don Marcos, el  relojero, que terminada la reunión las mete en una caja de madera con tapa corrediza y se las lleva a su casa. Merecen cuidado especial. Porque son de marfil.

Hay que seguir en la ruta. Una nueva etapa del gran premio afectivo continúa por la Avenida Mayor. México queda atrás y se cruza Independencia. Ahí nomás, un templo: el Dante. Ahora la película pasa del sepia a los colores intensos, porque el Flaco hombre llega a jugar en sus mesas. Nunca muy bien, pero con un entusiasmo heredado. Su padre le contó que, cuando él aún era soltero, antes de ir a bailar con sus amigos,  tiraban unas carambolas sin mancharse los puños de la camisa. Algunas copas, algún massé, alguna pifiada sin perdón y algún logi que rompió el paño. Recuerdos, nada más. O nada menos. Pompas de marfil que no se esfuman. Porque son de un material demasiado sólido, inalterable.

El Flaco paga. Hay que volver a casa.  Pero para volver a la realidad le falta un rato.  Piensa en la histórica ruta de las especias, en la legendaria ruta de la seda y calcula que en Asia o en África se  hablará de la ruta de los colmillos de elefante. Pero él vive acá, en este barrio. Tiene más cerca la ruta del vino en Mendoza, la de la yerba en Corrientes y la del salame en Tandil.  Entonces, en su mente próxima al delirio,  decide inaugurar para sí mismo, solemnemente, la ruta del marfil en Boedo. Ansioso, camina por la Avenida. Quiere encontrarse con algún amigo para contarle la novedad. No se cruza con nadie conocido. No importa. Se conforma. Sabe que ya habrá tiempo para hacer el anuncio formal. Y sigue avanzando sin apuro, mientras le parece que Dante y Martel le cantan al oído: Princesita rubia de marfil, dueña de mi sueño juvenil….

 

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