La ciudad autónoma de Boedo

Por Tito Vaccaro |

–Si no son de la zona, que paguen  –dijo el flaco mirando hacia la avenida. Volvió a revolver el café y ni siquiera desvió la vista en dirección a Miguel, que sentado frente a él se dispuso a escuchar una nueva arenga.

El otro, instalado en la mesa de al lado, no pudo evitar oír el diálogo que iniciaban sus circunstanciales vecinos.  A esa hora el bar estaba casi vacío y cada palabra se trasladaba libremente por el aire. No como cuando estaba permitido fumar. Dedujo que antes el humo amortiguaba los sonidos y aislaba a las personas. Y por más que intentó continuar la lectura de noticias en su moderna tablet, la voz del ocasional disertante capturó por completo su atención.

–Tenemos que hacer como los de Bariloche. Los tipos fijaron una tasa turística y todos los que van de visita tienen que ponerse. Un canon, que le dicen. Se lo aplican directamente en la factura del hotel o el restaurante. Acá podemos hacer lo mismo.  O fijar un peaje, como en la autopista. Con barreras levadizas para los autos y molinetes para los peatones.

–¿Qué decís? –preguntó Miguel.

–Lo podríamos llamar derecho de circulación enriquecida.  Por ejemplo, desde Venezuela hasta Constitución. Mirá: nosotros pagamos los impuestos y la avenida la disfrutan todos. Tenemos que lograr que el área sea considerada de interés público, una zona protegida, como los parques nacionales o las reservas de fauna. Que quien viva fuera de la zona y venga a pasear abone un arancel para mantenimiento. Hasta podríamos  lograr que las Naciones Unidas declaren al barrio como Patrimonio Cultural. ¿Te das cuenta?

–No,  respondió Miguel –mientras el otro, a dos metros de distancia, ya no sólo escuchaba con atención sino que no podía dejar de mirarlos.

–Escuchá, no te distraigas. De acá surgieron poetas, dramaturgos, periodistas,  letristas de tango, músicos, artistas plásticos, escritores y pensadores de todo tipo. Casi pegados unos con otros los cines y teatros permitieron a varias generaciones no tener que ir al centro para ver espectáculos. Y esa atmósfera de arte y sensibilidad  se mantiene viva en los espacios que ahora brindan nuevas propuestas.

–Igual que en otros barrios.

–¿Qué decís? En ninguno hay tanta movida. ¡Por favor! No te das cuenta todo lo que ponemos a disposición. Las veredas más anchas para pasear. La poca densidad demográfica que permite caminar sin chocar con los otros. El aire familiar de día y el tono bohemio de noche. Y, como dicen por ahí,  la variada oferta gastronómica…

–Parecés un folleto –lo interrumpió Miguel, conteniéndose para no reír.

–No te hagas el vivo –fue la veloz respuesta–.  Son ellos los que nos ponen en folletos como atractivo turístico. Recomiendan los paseos por estas calles. Que son nuestras, ¿entendés?  Si hasta nos meten en recorridos vinculados con la vida del Papa. Basta ya. Nos cuelgan en listados bajo el título “No se lo pierda”, con traducciones al inglés y al portugués.  Y en internet  aparecemos en los sitios que recomiendan “Qué hacer en Buenos Aires”. ¡No, viejo!… Que garpen.

De un sorbo, el enfático orador tragó el café  y siguió. –Alguna vez hay que poner las cosas en su lugar. Ni gracias nos dicen. ¿Será de envidia? Si hasta mantenemos las casas bajas para observar el cielo libremente, para que se puedan  ver las lunas suburbanas y el amor en la ventana que Manzi pintó en el mejor tango de la historia. Si de día sólo hay sol, o alguna lluvia que acaricia. Si los sábados por la mañana, en la esquina de siempre, hay vecinos que se atreven a seguir soñando. Si las mariposas son más coloridas cuando vuelan sobre la plaza que supimos conseguir.

–¿No será mucho? –preguntó Miguel, girando la cabeza para encontrarse con la mirada del otro. Ninguno de los dos podía creer lo que estaban oyendo. Pero el retórico predicador tenía más hilo en el carretel.

–Que paguen. Sí, viejo, que paguen. ¿O tendremos que pedir la independencia? Como los vascos o los catalanes. ¿O quieren que organicemos un movimiento separatista? ¡Y que nos den una salida al mar, o por lo menos al Riachuelo por la zona de Pompeya! –exclamó el flaco de Boedo, golpeando la mesa, poniéndose de pie y encarando hacia la salida mientras decía: –Pagá vos, dale…

–Me hizo lo de siempre –admitió Miguel–, ¡y quiere que paguen los turistas…!

Desde la mesa vecina, el otro no salía de su asombro. Sin embargo, lo asaltó una suerte de desencanto por el monólogo que había acabado abruptamente. Pensó: se olvidó de las esculturas, el corso de Carnaval, los festejos de San Lorenzo, los murales de los jugadores, los cortes de calle para los escenarios tangueros, las ferias, las mesas en las veredas, los mejores sandwiches de pavita del planeta… ¡Qué charlatán, qué vendehumo, qué exagerado!… –. Miró entonces hacia el costado y dijo: andá vos también, los invito yo… Y volvió a meterse en las noticias que lo esperaban en la pantalla de su computadora.

Comments are closed.

Share via
Copy link
Powered by Social Snap