Penúltimo café con Cátulo

Por Tito Vaccaro
No le gustó nada ver al tipo sentado contra el vidrio. Justo en ese lugar. Cómo podía ser que su  mesa preferida estuviese ocupada precisamente esa mañana sin sol.

Se había despertado muy inquieto, confuso, raro. No iba a ser un día cualquiera. El invasor, de saco y corbata, tranquilo como un buda, lucía su cabeza sin pelo, redonda y brillante. Una expresión pícara, mezcla de ternura y sabiduría, acompañó, el sorpresivo saludo: –¿Cómo le va? Lo estaba esperando… El flaco, atragantado por la sorpresa, preguntó:

–¿A mí?

–Sí, a usted.

–¿Está seguro?

–Segurísimo. Me voy a presentar: me llamo Cátulo Castillo.

–No me diga. Entonces yo soy el flaco Menotti. O mejor, para estar a tono, puedo ser Discepolín, o el flaco Aroldi, o algún otro ausente ilustre de silueta desafortunada. Elija. Usted  ya partió.

–No sea irrespetuoso.  De la dimensión Boedo, esa que usted suele propagar, nadie se marcha del todo.

–No me joda. Parecido es. ¿Es el hijo, el nieto…?

–Baje la guardia y confíe. Soy Cátulo. El mismo.

–Pero, si su recorrido terminó en 1975…

–Vea. Yo en La última curda dije que “la vida es  una herida absurda”, pero ahora puedo asegurar que absurda es la muerte, un invento de las cocherías que se puede gambetear a fuerza de imaginación y afecto, de talento y emociones derramadas. ¿Qué hace parado? –preguntó el visitante estirando el brazo– Siéntese, haga el favor…

El flaco estrechó suavemente una mano tibia y mullida. Miró a su alrededor: vio que sólo había levantado la vista el tipo que siempre leía noticias en una computadora. Separó la silla y se sentó fascinado.

–Tenía ganas de charlar un rato con alguien del barrio. Y se me ocurrió venir a verlo. Lo veo a menudo por acá. Un cafecito nomás y sigo viaje.

–Entonces, ¿“el último café” fue una exageración?

–No, fue una expresión afortunada para contar el final de un gran amor. Y el título del tango con música de Chupita Stamponi que, cantado por el negro Lavié, nos hizo ganar aquel concurso de Odol en el ’63.

–Mire que escribió tangos eh… ¿Cuántos fueron?

–Qué se yo. Nunca los conté.

–Y cuáles son los que más le gustan. Tíreme algunos títulos.

–No me haga hablar de mí. Hablemos del barrio.

–Usted nació acá cerca…

–Sí, en Castro y Estados Unidos. Por cosas de mi viejo tuvimos que irnos por un tiempo a Chile, y de vuelta nos instalamos en San Juan y Castro. Más tarde él pudo comprar una casa en Boedo  casi Cochabamba, donde vivimos una punta de años. Y hubo otros domicilios. Siempre por esta región especial. Éste es mi territorio.

–Y en esta zona le fue picando el bichito de la música…

–Y el de tejer palabras. Las visitas que recibíamos en casa eran poetas, periodistas, músicos, cantores. Crecí recibiendo toneladas de alimentos para la mente y el corazón.  Y muchos de esos talentosos proveedores de inspiración vivían también cerca…  Yo escuchaba poemas, canciones, debates…

 – ¿Esas cosas que los llevaron a irse del país fueron porque su padre además de poeta y periodista tuvo una trayectoria política bastante brava?

–Otra que brava… Era un anarquista hecho y derecho. Fíjese que quiso ponerme de nombre “Descanso Dominical”. Pero en el registro civil no lo dejaron, por eso me llamo como me llamo.

–Pero usted también supo hacerse escuchar. No sólo escribió letras de tango…

–Es cierto. Siempre quise participar. Nunca le escapé al compromiso ni al trabajo. Seguro que sabe que fui presidente de SADAIC y que en  1953 llegué a presidir la Comisión de Cultura de la Nación. Fueron tiempos de respeto por la gente, de reivindicaciones populares extraordinarias. Los tiempos del General, ¿sabe?

–Dicen que después del ’55 las cosas se le pusieron feas…

–Se pusieron feas para todos.  Yo fui uno más. Se me cerraron puertas una tras otra. Pero mejor no hablar de eso…  Después, poco a poco, con el apoyo de mi mujer y los amigos pude ir acomodándome… No se olvide que la música es siempre una usina de afectos y de caminos…

Al terminar la frase, el hombre fijó la vista en el vasito de agua. Se hizo un silencio vertical y dulzón, difícil de interrumpir.

Desde la mesa de al lado llegó una voz conocida.  El otro, con la notebook siempre abierta, preguntó: –¿Me permiten?  Y sin esperar respuesta siguió. –No pude evitar escucharlos y busqué en Google el nombre del señor. Mire que escribió tangos, ¡eh!

–Algunos, contestó el visitante.

–El atrevido siguió: escuchen la lista que aparece en pantalla. La última curda, Tinta Roja, Desencuentro, Caserón de Tejas, La Calesita, Caminito del Taller, Una canción, La Cantina, María, Y a mí qué, Patio mío, A Homero…

–Pare, pare, que la lista es interminable–, lo detuvo el flaco, molesto por haber sido desplazado del lugar de exclusivo interlocutor. Y volvió a dirigirse a Cátulo: –Hablando de Manzi… Lo quiso mucho, ¿no? A mí me gusta como empieza el tango que usted le dedicó. Cuando dice “Fueron años de cercos y glicinas, de la vida en orsay, del tiempo loco. Tu frente triste de pensar la vida, tiraba madrugadas por los ojos…

–Es que  fue uno de los grandes de verdad. Vivíamos muy cerca cuando le presenté a Piana. Juntos dejaron piezas inolvidables, especialmente las milongas… –Bueno, ya está amigo, tengo que seguir viaje… Pero tranquilo, sé que siempre anda escaso, así que me hago cargo del gasto…

–Ni se le ocurra. Estos son los únicos casos en que pago yo, maestro. Pero me tiene que hace un favor.

–A ver…

–Si lo cruza a Homero, dígale que lo espero por acá. Que a él también le pagaría un café, aunque no sea el último, como aquella maravilla que usted supo escribir.

–Delo por hecho.

El hombre del traje bien planchado se puso de pie, estrechó la mano del flaco, le dijo gracias al otro y se fue silbando bajito…

 

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