No solo de pan vive el hombre

José Eizykovicz para Desde Boedo
El simbolismo de este alimento esencial persiste  actualmente en  la consigna de los movimientos sociales: “Paz, pan y trabajo.”

Como se sabe, las sociedades humanas dejaron de ser trashumantes sólo cuando empezaron a dominar las técnicas agrícolas;  esto les permitió afincarse en el territorio y tener cierta previsibilidad en el stock de alimentos. Por esta razón cuando Juan de Garay volvió a fundar Buenos Aires con setenta criollos y algunos españoles, también trajo consigo semillas y aperos de labranza. No podía dejar librada la subsistencia del pequeño grupo colonizador al aporte esporádico de las indómitas tribus indígenas, como erróneamente había hecho su antecesor don Pedro de Mendoza, a quien la  incertidumbre alimentaria le hizo presenciar espantosos episodios de antropofagia entre sus soldados.

De  modo que en junio de 1580 aquellos hombres realizaron la primera siembra y podemos suponer con bastante certeza que ese mismo verano  cosecharon alborozados sus primeros trigos y comieron el apetecible pan. Estaban reproduciendo en el Río de la Plata la matriz alimentaria española, que había hecho del pan de trigo una de las bases del sustento popular. Desde entonces el pan y la carne serían los pilares de  la alimentación en Buenos Aires tanto para el pudiente como para el menesteroso.

Simultáneamente se erigieron los primeros molinos de piedras para producir harina,  que utilizaban como fuerza motriz el agua –uno a orillas del Riachuelo y otro sobre el arroyo Maldonado-,  algunos el viento, o los más difundidos, la tracción de yeguarizos. Desde los primeros días Buenos Aires se caracterizó por la tríada productiva: agricultura, molienda y panificación.

Es interesante observar que dado su valor, la harina también funcionó como moneda de la tierra  para el pago de sastres, zapateros y herreros, quienes recibían el 50% en especie y la otra mitad en moneda corriente.

En 1605 el Cabildo contrató al médico cirujano Manuel Álvarez, experto en sangrías y ventosas, con un honorario de 400 pesos anuales, pagaderos íntegramente en “harinas y demás frutos de la tierra”.

Una vez cubiertas las necesidades de la población, los excedentes de harina se vendían subrepticiamente a la costa del Brasil para importar de retorno los artículos  más indispensables –sobre todo telas y hoces de hierro– o simplemente conseguir una ganancia de dinero físico.  La excelente cosecha de 1606/7 condujo a una descontrolada exportación que de inmediato se reflejó en falta de pan para el consumo de la ciudad. La reacción de las autoridades fue inmediata: los regidores del Cabildo registraron los embarques, para  “hacer cata y cala en dichos navíos”, a fin de proveer harina a la población, en tanto el mismo Juan de Garay en persona  recorría las chacras en procura de trigo.  Desde entonces, la tensión entre abastecimiento interno y afán exportador fue recurrente y generó conflictos, como aún sucede en nuestros días.

Precisamente un aspecto más que interesante de la política de abastos públicos durante la colonia y buena parte del período independiente es el sentido solidario con los vecinos más necesitados: préstamo de semillas a labradores pobres, a veces dinero para levantar cosechas; en la regulación del precio del pan y otros alimentos de la canasta básica frente a la codicia de monopolistas o comerciantes inescrupulosos. Aquella sociedad incluía  a los indios encomendados, esclavos, asalariados, artesanos,  comerciantes y funcionarios reales a fin de “…que el pueblo y las tropas de Su Majestad no padezcan escasez alguna en su precisa sustentación.

Y a veces prohibiendo la exportación de trigo y harina cuando perjudicaba el normal abasto de la población “… y en este caso, primero es el público que el negocio particular de los individuos.”

Esta idea de la economía moral de abastos se había desarrollado  en el mundo cristiano durante  la Edad Media y delineó la gestión del  Cabildo.  La teoría del justo precio se opuso –por lo menos en teoría- al lucro desmedido, su concepción no era individualista ni tampoco socialista; los canonistas habían subrayado que la riqueza no estaba prohibida, pero señalaron los riesgos del desmedido espíritu de lucro.  Estos principios éticos eran compartidos por todos los sectores sociales, estaban legitimados por la costumbre, reglamentados por las ordenanzas y apuntalados por la Iglesia, cuyo principal sostén económico eran los cientos y luego miles de diezmos de pequeños labradores y ganaderos.

Ahora, si damos un gran  salto en el tiempo y nos situamos en plena guerra de la independencia durante el Directorio de D. Juan Martín de Pueyrredón, observamos que en 1817 la libre exportación de trigo y carne produjo enorme escasez y carestía de ambos alimentos.

El Director Supremo, sensible al clamor popular, al considerar que  “…la carne, el trigo, la cebada que no es un artículo de primera necesidad, el maíz, los garbanzos, todo ha subido con exceso en estos días…”, clausuró los saladeros exportadores de carne y prohibió  la exportación de trigo y harina.

Un siglo más tarde, durante la primera guerra mundial, los grandes exportadores hacían pingües negocios vendiendo trigo a los países europeos, al tiempo que el pan de los porteños subía de precio escandalosamente. ¡En Londres el pan era más barato que en Buenos Aires!, se leía en los diarios.  Hipólito Yrigoyen, apenas ungido presidente  prohibió transitoriamente la exportación de trigo. De modo que ya sea por estricta necesidad de brazos durante la colonia, o por sensibilidad  social como hicieron los gobiernos de Pueyrredón, Yrigoyen  o Perón  entre  otros, la regulación de los abastos públicos, en especial el precio del pan, fue parte esencial de las políticas de Estado.

Y así como  antaño  las invocaciones religiosas rogaban “…Señor danos el pan nuestro de cada día”, los clamores populares  del pasado por defender su precio representan , según el  historiador  Fernand Braudel,  lo que hoy son las luchas por el salario. Más aún,  el simbolismo de este alimento esencial persiste  actualmente en  la consigna de los movimientos sociales: “Paz, pan y trabajo.”

 

Notas: Acuerdos del extinguido Cabildo de Buenos Aires, Leyes y decretos nacionales, diarios varios.

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