Mamboretá en la noche

Por Edgardo Lois
Cuidado con el Gran Mamboretá, un asociado, un profesional que acondiciona su imagen para así lavar/ cortar más cabezas. (…) Mamboretá, ¿dónde está el poder? …

Avisa el calor sobre la chacra gualeya. La chacra, mi lugar en el mundo desde hace dos años, goza de una ventaja sobre las calles de la ciudad/río de Gualeguay: cuando Febo le pone énfasis a su presencia veraniega, la zona de chacras, hacia el final del día, respira dentro de un apreciable registro con varios grados centígrados menos. El paisaje es mucho más fresquito, y silencioso, y amigo, y posee una marcada intención para convocar el pensamiento, la reflexión, y la mismísima contemplación que puede llegar al ensueño: el viaje en el tiempo.

Hacia el final del día, en verano, tomo asiento en la galería del fondo y enfoco la mirada entre el jacarandá joven y el espinillo. Recibo el susodicho fresquito, y comienzo a ejercer el pensamiento y la memoria. Nace la luz en la lamparita sobre la ventana que da al churrasquero.

Un viernes de diciembre miré hacia la luz. Fue cuando vi un mamboretá sobre la parte superior del churrasquero. Su actitud no era la natural. Parecía abismarse sobre la boca del churrasquero: dirigía su cabeza hacia la tierra, hacia la ausencia de asado; como si mirara al sur, extendía su rezo en dirección contraria a lo que comúnmente se entiende como la casa de Dios: el cielo. ¿Reza por nosotros?, o nos sugiere que no esperemos tanto de Dios, y que entonces “nos recemos”, sí, nosotros mismos, como ciudadanos y como especie.

Recordé una línea: Mamboretá, ¿dónde está Dios? La línea me llevó a un libro: Dios, el mamboretá y la mosca (1974) de Thomas Moro Simpson (1929), un hombre que sabe de mezclar en buenas dosis filosofía y literatura, autor además de Formas lógicas, realidad y significado (1964), Semántica filosófica: problemas y discusiones (1973). Fui a la biblioteca, leí: Los griegos lo llamaban “El profeta”. Y el entomólogo Fabre, a quien debo esta información erudita, lo llamó “el tigre de los insectos”.

Con tales antecedentes acerca de su condición entre criminal y sagrada, lo encontré un día sobre la mesa de un bar próximo a la Boca. Me senté y estuve a punto de preguntarle, con la voz crédula de los niños: “Mamboretá, ¿dónde está Dios?”.

(…) El mamboretá responde a esta pregunta señalando el cielo con las patas delanteras. Algunos sospechan, sin embargo, que su respuesta contiene un elemento de ironía satánica. Sea como fuere, yo no hice la pregunta; la edad me ha vuelto reservado y prudente, y opté por limitarme a observar.

El mamboretá se hallaba inmóvil. Sus cuatro patas traseras, como finas y tensas ramas verdes, sostenían un largo tallo del que surgían dos brazos -o patas- laterales, y en cuyo extremo vigilaba una cabeza impasible. La cabeza me recordó que el mamboretá es un animal; pero su cuerpo verde y ramificado sugería un vegetal en acecho.

De pronto extendió una de sus patas delanteras con el propósito de atrapar una mosca fugitiva, y a partir de entonces reiteró el ataque hasta que sus garfios sujetaron la presa. En esta operación movía solamente su pata izquierda; el resto del cuerpo continuaba inmóvil, lo que añadía a la hibridez biológica del mamboretá un tercer elemento de frialdad mecánica.

Lo vi con mis propios ojos, en la esquina de Montes de Oca y Suárez: el mamboretá, que tenía agarrada a la mosca con los garfios de la pata izquierda, la colocó en seguida sobre la parte interior de la otra pata. Me acerqué y vi que la infortunada mosca yacía sobre una hilera de filosos dientes; la sierra se dobló hacia dentro, y la mosca dejó instantáneamente de pensar. En efecto: la cabeza de la mosca quedó separada del cuerpo en forma definitiva. Entonces el mamboretá comenzó a devorarla lentamente, sosteniendo el manjar con las dos patas. El festín duró largo rato, hasta que la cabeza del díptero fue deglutida íntegramente por el dinámico profeta. Cuando éste acabó su obra unió con devoción las patas delanteras, y en postura de caníbal creyente pidió perdón a Dios por sus horrendos crímenes.

¿Y Dios, mamboretá, dónde está Dios?

Probablemente –me dije-, mientras el mamboretá deglute a la mosca Dios revisa con angustia los mecanismos del universo. Esta hipótesis ha sido confirmada por Darío, quien relata el infortunio de una paloma devorada por un gavilán “infame” (sic), que “con furor se la metió en el buche” (sic). De acuerdo con la versión del poeta, en el instante en que el gavilán consumaba el palomicidio el Autor del Universo tuvo la sospecha de un error inicial: “Y entonces el buen Dios, allá en su trono, / mientras Satán, por distraer su encono, / aplaudía a aquél pájaro zahareño, / se puso a meditar, arrugó el ceño, / y pensó, al recordar sus vastos planes / y recorrer sus puntos y sus comas, / que cuando creó palomas / no debió haber creado gavilanes”.

Pero Leibniz ha negado hace mucho que Dios sea capaz de arrepentimiento, como lo sugiere el relato de Darío: según el filósofo alemán, éste es “el mejor de los mundos posibles” (sic), y Dios no pudo haber creado otro mejor, de igual modo que no puede crear un triángulo redondo. Y si creó lo mejor, no puede arrepentirse.

Los argumentos de Leibniz son completos y sospechosos; basta observar que su punto de vista es quizás el del mamboretá, pero nunca el de la mosca. Queda otra alternativa: Dios sabe que éste no es el mejor de los mundos, y es incapaz de arrepentirse. En tal caso, una oscura complicidad uniría el mamboretá con Dios, lo que es suficiente para explicar el elemento de ironía que hallamos en el gesto del profeta, y la reiterada vacuidad de su acto de contrición. ¡No hay salvación para las moscas!

Estas reflexiones algo inconexas habían apartado mis ojos del mamboretá, pero comprobé que éste se hallaba todavía en mi mesa, con las patas unidas en dirección al cielo. Lo miré, vagamente espantado, y renuncié a pedir el apetecido café con leche, sagrado manjar de un porteño en horas de la tarde. Me alejé con el sentimiento de que alguien me observaba, y huí del Gran Mamboretá que nos acecha en cada esquina del fatigado universo.

Quedé pensativo. Llegó el fresquito en la noche. ¿Volvería el abismado? Pensé en que gracias a una imagen y un recuerdo aparecido en Gualeguay, yo había llegado hasta el corazón de La Boca, hasta el corazón de un café detenido allá lejos en el tiempo, y a uno de esos momentos de maravilla en que un escritor sabe que ha saltado un conejo de su galera a la cocina de su hoja en blanco.

El mamboretá no volvió, me quedé con lo visto, con las puntas de mi pensamiento luego de la visita, y con lo leído en el libro de Simpson.

Miraba el universo por la ventana que hay entre mis árboles; pensaba en el profeta y en el tigre, en la condición criminal y sagrada de este insecto/animal/vegetal: el caníbal creyente en su frialdad mecánica: te desayuna/ te almuerza/ te cena la cabeza: dejás de pensar. Luego reza por él, no por vos, como si siempre fuera domingo. Cuidado con el Gran Mamboretá, un asociado, un profesional que acondiciona su imagen para así lavar/ cortar más cabezas.

Había en su abismarse sobre la tierra de los hombres, una cuota de burla.

Desprecio la injusticia en el mundo de Dios, sigue dando desierto en la mayoría de las copas.

¡No hay salvación para las moscas!, escribió Simpson.

Mamboretá, ¿dónde está el poder? No me contestó. Miró hacia el cielo. Afiló sus brazos de rezar.

 

Edgardo Lois / Diciembre 2016 / Gualeguay

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