La vigencia de Discépolo

En 1985 Norberto Galasso[1] evoca a Discepolín[2], aquel al que, según Manzi, “le dolía como propia la cicatriz ajena”.

 1930. DISCÉPOLO ES TESTIGO

Por Norberto Galasso 
A –entonces– 34 años de su muerte, el 21 de diciembre de 1951 [3], una estadística avala su condición de portavoz y cronista social: cuando escribió “cachá el bufoso y chau: vamo’a dormir” la Capital Federal registraba un promedio de casi dos suicidios por día.  

La crisis económica mundial de 1929 resquebrajó los cimientos de la Argentina agropecuaria organizada a fin de siglo. Pero, absorbida la mayor parte de la intelectualidad en las novedades literarias europeas, no expresó las graves consecuencias sociales de ese fenómeno, salvo Arlt (Los siete locos), Enrique González Tuñón (Camas desde un peso), Gálvez (Hombres en soledad) y unos pocos más. En cambio, desde la poesía popular surge, desgarrador e implacable, el testigo de esos años de desesperanza: Enrique Santos Discépolo.

La noche del 5 de septiembre de 1930 —un día antes del golpe uriburista— se estrena en Buenos Aires el tango Yira, yira. No cuenta una historia proletaria, ni formula un mensaje de redención social. Vuelca, simple y trágicamente, el dolor de un argentino que “tiene que rajarse los tamangos buscando ese mango que te haga morfar” y sufre la humillación de no tener siquiera “yerba de ayer secándose al sol” para engañar el hambre con unos mates, a cuyo alrededor los parientes “se prueban la ropa” del posible difunto —”el sobretodo del abuelito” en la jerga del barrio— mientras la insensibilidad social de los dueños del dinero se expresa en el silencio frente a los timbres que él aprieta desesperado hasta convencerse de que “todo es mentira”, “nada es verdad”, que “al mundo nada le importa”, agudizado el individualismo de la pequeña burguesía porteña hundida en la crisis. De este modo, al comenzar la década infame, Discépolo inicia una radiografía sin concesiones de la Argentina semicolonial, “el granero del mundo”, en aquellos “tiempos de la República”, según Pinedo, con una canción de la calle “donde grité el dolor de muchos, no porque el dolor de los demás me haga feliz, sino porque de esta manera estoy más cerca de ellos y traduzco ese silencio de angustia que adivino”.

Poco más tarde, en 1931, estrena ¿Qué sapa, Señor? una “lamentación rea” donde el personaje expresa su perplejidad ante un mundo que parece naufragar irremediablemente: “Los pibes ya nacen por correspondencia/ y asoman del sobre sabiendo afanar… Y en medio del caos que horroriza y espanta/ la paz está en yanta/ y el peso ha bajao…” Cinco años atrás, Discépolo ya había señalado la injusticia reinante y el difícil destino de los soñadores

(“Que no hay ninguna verdad que se resista/ ante unos pesos moneda nacional/ Vos resultás haciendo el moralista/ un disfrazao… sin carnaval”).

Ahora, 1932, ante el desolador panorama social —en esa Buenos Aires de cafishios y pistoleros, de mendigos y fraude electoral, donde se fusilan anarquistas, se rematan mujeres y se instala un cementario de rufianes en Avellaneda— el poeta escribe

“Plantáte aquí no más/ alma otaria que hay en mí/ Con tres, ¿pa’qué pedir?! Más vale no jugar/ Si a un paso del adiós/ no hay un beso para mí/ cachá el bufoso… y chau! Vamo’a dormir”.

El suicidio —agotadas las “tres esperanzas”— resulta el único camino (ese “Voy a dormir” que diría Alfonsina años más tarde) y es tan singular la sensibilidad de Discépolo para captar el fenómeno social que contemporáneamente a la aparición de ese tango, se bate el récord de suicidios en la Capital Federal: 627 muertes voluntarias, en 1932, ¡casi dos por día! Una y otra vez, desfilan ante los ojos del poeta los hombres de ropas raídas y rostros desencajados, en la humillante cola de la olla popular, los desocupados que alargan interminables horas en la mesa de café, las chicas pintarrajeadas que recorren la madrugada de la calle Corrientes buscando un cliente con dos pesos para la tarifa mientras el taxi, a media cuadra y a paso de hombre, custodia un posible viaje y

“yo me he metido en la piel de otros y he sentido en la sangre y en la carne, brutalmente, dolorosamente (…) porque vivo los problemas ajenos con intensidad martirizante”.

Por eso, también, comprende la triste suerte de tantos argentinos frustrados que “debieron cambiar por pan, sus ambiciones de honradez”, aniquilada su esperanza en el estrecho marco colonial: “Quien más, quien menos.. pa’malcomer/ somos la mueca de lo que soñamos ser” (1934) y recrea la desolación de quien “soñó volar/ y arrastra su ilusión/ llorándola”. El viejo país, que se supuso un día “civilizado y próspero” muestra ahora su verdadera faz, un “cambalache” sin destino que Discépolo registra en contundentes versos:

“Vivimos revolcaos en un merengue/ y en un mismo lodo todos manoseaos”, porque “todo es igual, nada es mejor” y “los inmorales nos han igualao”, porque “es lo mismo el que ‘labura noche y día como un buey” que “el que vive de los otros”

en una sociedad donde altos funcionarios reciben coimas de empresas extranjeras con una mano y con la otra aplican la picana a los opositores rebeldes. ¡Cómo no simbolizar entonces a esa Argentina que no controla su destino, con la vidriera de dos cambalaches donde conviven el sable, con su heroísmo dormido, la Biblia con su fraternidad inaplicable y el calefón, símbolo del moderno confort! Esta despiadada pintura se reitera, poco después, en Desencanto (“La vida es tumba de ensueños/ con cruces que, abiertas/ preguntas: ¿pa’qué?”) (1937), para retornar en Tormenta (1938) y después abordar el tema de la soledad, el amor y la frustración en Martirio, Infamia y Canción desesperada, para coronarse, cuando la década concluye, con Uno (1943), “cuya amargura resultó, para muchos, tremenda y desoladora… pero yo estuve muchas veces ‘solo en mi dolor y ciego en mi penar’; y aquello de ‘punto muerto de las almas’ no es pura invención literaria…Porque hay que vivir para entender eso y vivir intensamente. Como viven en mi tierra y en otras tierras tantos seres. La gente de nuestro siglo sufre mucho. Es un período terrible y precioso…”.

Así cierra el ciclo de su testimonio y ya Discépolo no escribirá más tangos tristes (salvo Cafetín de Buenos Aires), como si las nuevas circunstancias que empiezan a vivir los argentinos lo recuperaran para la esperanza, dedicándose preferentemente, entre 1945 y su muerte en 1951, al gremialismo, la cinematografía y el teatro. Probaba así que no era un escéptico, como alguien intentó calificarlo, sino que sus tangos dolorosos y descarnados eran, simplemente, fidelidad a su pueblo, originada, como dijera Manzi, en que a Discépolo “le dolía como propia la cicatriz ajena”. Por eso dijo una vez:

“Si la humanidad tiene cura, debe empezar por conocer bien sus males, para buscarles remedio (…) hay que saber que la vida actual es horrible y tratar de superarlo, volviéndola alegre pero sin ignorarla”.

De esa fidelidad a sus compatriotas, tanto en los días tristes como en las horas jubilosas, nace la vigencia de este poeta popular, a treinta y cuatro años de su muerte.

NORBERTO GALASSO

 

  1. Norberto Galasso (Buenos Aires, 28 de julio de 1936) es un ensayista e historiador revisionista argentino. Estudió en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, de donde egresó como contador, en 1961. A fines de los años cincuenta, sus inquietudes políticas lo impulsaron a leer a Marx, Trotsky, entre otros, y se familiarizó con los conceptos de lucha de clases, plusvalía, explotación. Galasso es autor de más de cincuenta ensayos, antologías, estudios históricos, políticos y diversas investigaciones. En 1973 trabajó en la Editorial Universitaria de Buenos Aires, dirigida entonces por Arturo Jauretche. Durante la última dictadura militar fueron censurados sus libros Vida de Manuel Ugarte y ¿Qué es el socialismo nacional?.?
  2. Enrique Santos Discépolo (Buenos Aires, 27 de marzo de 1901 – Buenos Aires, 23 de diciembre de 1951) Compositor, músico, dramaturgo y cineasta argentino. También conocido como “Discepolín”. Fue el compositor de varios de los llamados, según Oscar del Priore, “tangos fundamentales”? entre los que destacan Yira, yira (1929), Cambalache (1934), Uno (1943), y Cafetín de Buenos Aires (1948), en los que cristalizó la vena lírica del escritor y que terminaron por brindarle un gran prestigio.
  3. Cita errónea. El deceso de Enrique Santos Discépolo se produjo el 23 de diciembre de 1951.

Nota publicada originalmente en “El Periodista de Buenos Aires”. N° 67  (20 al 26 de diciembre de 1985. Pág. 22)

 

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