La heladera Siam

Por Mónica López Ocón | Desde hace medio siglo, tenemos un paisaje helado de Jack London guardado en la heladera Siam. Ella preside la cocina con calidez de matrona, aunque en su interior oculte un corazón de escarcha, ese viejo corazón obcecado que se oye latir más fuerte en el silencio de la noche.

Enorme, desmesurada, excesiva para los espacios egoístas de las cocinas de hoy, ya se ha marchado de casi todas los hogares. Quizás se ha ido, como dicen que hacen los elefantes, a morir sola en un cementerio  alejado, donde las máquinas elefantiásicas se ocultan pudorosamente de las miradas para partir de este mundo. En nuestra casa, sin embargo, sigue ocultando en su interior un invierno secreto, como un extravagante armario literario que guardara no sólo los paisajes helados de London, sino también las nieves eternas del Kilimanjaro, la nevisca de las novelas rusas que cae perpetuamente sobre estepas con lobos mientras en el interior hombres y mujeres preparan té en el samovar.

Nada me ha quedado de esa navidad blanca encerrada en una esfera de vidrio que estallaba en una fiesta de copos cada vez que la agitaba, excepto este artificioso invierno europeo que exhala bocanadas heladas aun en medio de los veranos ardientes de Buenos Aires. La maciza bolita blanca en que remata la manija de la Siam quizás aluda a aquellas tormentas de nieve que teníamos cautivas y que podíamos desatar a nuestro antojo sobre esos pinos también prisioneros de la infancia.

Mis padres se han marchado. Los padres de él también se han ido. Ninguno de ellos llegó a ver la cara adolescente de nuestra hija. Sin embargo la Siam, con su nombre de reino lejano, la refleja cada día en el hielo y le hace sentir un frío escenográfico en las mejillas. Cuando la industria nacional se lanzó a fabricar inviernos mecánicos ocultos dentro de enormes cajas blancas, el tiempo era muy lento y la muerte quedaba lejos. No se trataba sólo de una fantasía infantil: el propio corazón de la Siam estaba pensado para durar una eternidad pequeña a la medida del tiempo lentísimo de la niñez. Su solidez de madre blindada estimulaba nuestra fantasía de que existían cosas indestructibles, inmunes al paso del tiempo, motores que nos acompañarían toda la vida y que nos consolarían de la orfandad de la vejez confundiendo sus latidos con los nuestros  en un piadoso remedo de útero para niños vencidos y nuevamente desdentados. Tan perfectamente ha sido concebida su eternidad a medida, que su porfiado invierno mecánico ha resultado más consecuente y regular que los propios inviernos naturales. Ni el calentamiento del planeta, ni los desmontes, ni los deshielos prematuros han logrado desvirtuar ese frío logrado con engranajes de tramoya teatral.

Su invierno de utilería me ha demostrado que nada es más real que aquello que no existe. ¿Dónde están los inviernos de la infancia sino prolijamente doblados en ese armario blanco? ¿Dónde ocurren los milagros navideños de Charles Dickens sino en el interior de la caja del congelador que alberga un invierno de juguete hecho a la medida de una casa de muñecas?

Como todas las personas distraídas que padecen de ese sonambulismo diurno que las hace arrastrarse por la casa como almas en pena olvidando el propósito con que abren los cajones, cruzan una puerta o se dirigen al dormitorio, yo también suelo guardar por equivocación en la heladera aquello que está destinado a otro sitio. Más de una vez he encontrado el estuche azul de los anteojos entre el verde de la lechuga o las llaves plateadas de las puertas de mi casa en el cajón de los limones dorados. ¿Pero me equivoco realmente o sólo obedezco al deseo no reconocido de congelar el tiempo como tienen posibilidad de hacerlo las fugaces imágenes de la televisión y del cine? Es que quizá no quiero dejar de ver la luz del día y que alguien le entregue las llaves de mi casa a un extraño que desaloje lo último que quede de mí en las habitaciones arrojándolo al tacho de basura. Atea practicante, no creo en la eternidad de ningún paraíso; sólo en la eternidad provisional de la Siam y su frío perpetuo que les confiere a las manzanas un tiempo de vida extra y que todavía fabrica para mí el mismo inviernito de mi infancia.

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