El Museo Histórico Nacional

Por Diego Ruiz |

Comentaba el cronista, en la última entrega, que muchas importantes instituciones que hoy tenemos totalmente naturalizadas como parte tanto del paisaje urbano como de nuestro “paisaje mental”, fueron obra en muchos casos de un hombre que supo interpretar una necesidad de la sociedad de su tiempo. Apoyado por el Estado en algunas ocasiones, librado a sus propias fuerzas las más, cada uno de estos hombres debió vencer mil obstáculos para concretar su sueño; algunas veces fue reconocido, otras mal pago por sus contemporáneos, pero sus criaturas perduraron. El cronista glosaba, como ejemplo, la vida de Quinquela Martín y su enorme obra social y cultural en La Boca que reconfiguró la imagen de ese barrio, y como el cronista es, por definición, callejero, caminó varias cuadras hacia el Norte para enfrentarse a otra institución centenaria: el Museo Histórico Nacional en el Parque Lezama.
Edificio histórico ubicado en un lugar histórico, el Museo Histórico es parte de la fisonomía de San Telmo, pero el cronista piensa que no ha tenido suerte: aún al día de hoy mucha gente pasa por su frente sin saber de qué se trata… Quizá una serie de malas ubicaciones de las que luego hablaremos, quizá políticas equivocadas de difusión de su patrimonio y su tarea, durante muchas décadas su público fue básicamente el de las visitas escolares, situación que ha comenzado a revertirse en los últimos años. Pero para reseñar su historia y la de su creador se hace necesario –valga la redundancia– hacer un poco de historia, lo que siempre le gusta al cronista.
Para empezar, ¿qué es esto de museo “histórico”? Hoy en día es normal que estas instituciones tengan una especialización temática: así tenemos museos de arte, de ciencias naturales, históricos, antropológicos, tecnológicos, etc., pero en 1889 –fecha de la fundación del Museo Histórico de la Capital– no había prácticamente antecedentes en cuanto a establecimientos que se dedicasen puntualmente a esta disciplina. Los grandes museos europeos como el Prado, el Hermitage o el Louvre habían nacido a partir de las colecciones de arte de las monarquías, o respondían a las ideas de la Ilustración, configurando instituciones “enciclopédicas” donde se aunaban las ciencias naturales con colecciones artísticas y los nuevos descubrimientos arqueológicos como es el caso del British Museum, fundado en 1753 y abierto al público en 1810, o la Smithsonian Institution de Washington, fundada en 1846. Quizá podrían citarse como antecedentes el Museo de El Cairo (1858) creado por Auguste Mariette, el Museo Arqueológico Nacional de Atenas (1886) o el Museo Etrusco (1889), pero estamos hablando de naciones muy antiguas reconfiguradas por los procesos de constitución de estados modernos que querían anclar su legitimidad en un glorioso pasado. En las naciones surgidas durante el siglo XIX en territorios excéntricos como América Latina, era necesario construir una nacionalidad (valga la redundancia) a través de diversas herramientas simbólicas, entre las que desempeñó un papel fundamental el sistema educativo. Y, ahora sí, entramos en tema: ¿qué museos existían en nuestro país en 1889? En primer lugar, el Museo de Historia Natural de Buenos Aires, fundado en 1812 pero instalado efectivamente en 1823; el Museo de Corrientes (1854) creado por el gobernador Pujol y dirigido por Aimée Bonpland, el Museo Nacional de Paraná (1854), fundado por Urquiza que luego se transformará en el Museo Provincial de Entre Ríos, en el que tuvo gran actuación Pedro Scalabrini, padre de Raúl Scalabrini Ortiz y, finalmente, el Museo de La Plata (abierto al público en 1886) cuyo origen era el Museo de Antigüedades y Arqueología creado por Francisco Moreno en base a las colecciones personales que había iniciado en la quinta paterna, ubicada en el predio del actual colegio Bernasconi, y adquirido por la provincia de Buenos Aires en 1872. Todas las mencionadas eran instituciones fuertemente volcadas hacia las ciencias naturales (dentro de las cuales aún se consideraba a la Antropología) o al estudio sistemático de sus respectivos territorios, como en el caso de Corrientes y Entre Ríos, para censar los recursos naturales dentro de una concepción inaugurada por Napoleón en 1801, cuando aún era Primer Cónsul, al ordenar la constitución de museos regionales en toda Francia.
Pues bien, entra aquí en escena un joven perteneciente a la élite porteña cuya familia poseía, no obstante, fuertes lazos con el Interior tanto a través de sus antepasados, arribados con la expedición de Pedro de Cevallos en 1775, como por actividades mineras en Catamarca: Adolfo Pedro Carranza. Abogado (como casi todos los universitarios de su época) y profesor secundario, desempeñó varios puestos en la administración pública y en la diplomacia, pero su mayor interés era la Historia, especialmente la nacional, seguramente influido por su tío Ángel Justiniano Carranza, importante numismático e historiador que fue uno de los fundadores de la Junta de Historia y Numismática Americana, antecedente de la actual Academia Nacional de la Historia. Fruto de esas inquietudes fueron diversas publicaciones realizadas desde muy joven (había nacido en 1857) y la fundación de la Revista Nacional en 1886, dedicada íntegramente a temas históricos, continuadora de otras obras similares como la Revista de Buenos Aires de Vicente Quesada y Miguel Navarro Viola (1863), la Revista del Río de la Plata de Andrés Lamas (1871) o la Revista Patriótica del Pasado Argentino de Manuel Ricardo Trelles (1888).
Con motivo del tercer aniversario de la aparición de dicha Revista Nacional, el 1º de mayo de 1889, se celebró un banquete en la Confitería de París de Cangallo 425 (ver Desde Boedo Nº 132, julio 2013) al que concurrieron colaboradores de la publicación, entre los que se contaban personalidades como Bartolomé Mitre, Clemente Zárraga, Mariano de Vedia, Andrés Lamas, Ángel J. Carranza, Calixto Oyuela, Manuel Mantilla, Ernesto Quesada, Adolfo Decoud, Carlos Guido y Spano y otros. Según la tradición, a los brindis Carranza enunció su intención su intención de fundar un Museo Histórico con el fin de conservar las tradiciones de la Revolución de Mayo y de la guerra de la Independencia, lo que fue calurosamente apoyado por los comensales, especialmente por Mitre. Cierta o no la anécdota y más allá de quién haya hecho la propuesta, es evidente que la iniciativa respondía tanto a un espíritu de época como a la necesidad de la fracción intelectual de las clases dirigentes de forjar –como hemos dicho– una legitimidad simbólica ante los grandes cambios socioeconómicos, incluida la inmigración masiva, que se venían produciendo en el país. Hasta tal punto prendió la idea que el 24 del mismo mes el intendente de Buenos Aires, Francisco Seeber, firmó un decreto formando una Comisión integrada por Bartolomé Mitre, Andrés Lamas, Ramón J. Cárcano, Estanislao S. Zeballos, Manuel F. Mantilla y José Ignacio Garmendia para que proyectaran la organización del Museo Histórico de la Capital y lo instalaran provisoriamente. Todo muy lindo, pero el pequeño detalle era que muchas de estas personalidades estaban enfrentadas políticamente, situación que explotaría al año siguiente con la Revolución del Parque, por lo que las desavenencias provocaron la virtual parálisis de la Comisión y que el 3 de enero de 1890 Seeber promulgara otro decreto nombrando a Carranza director del nuevo establecimiento “a fin de no demorar su instalación”, la que se producirá en su primer local de Esmeralda 848 en medio de los balazos y cañonazos que arreciaban a pocas cuadras. Pero ese… será otro callejeo.

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