La masacre de la Plaza

Hace nueve años se cumplían 50 de la masacre de Plaza de Mayo, aquel aterrador 16 de junio de 1955. Y Mario Keegan, entonces tan sólo un jovencito, testigo presencial de los hechos, describía, para Desde Boedo, aquellas imágenes grabadas a sangre y fuego en sus retinas.

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Buenos Aires, jueves 16 de junio de 2005. Buenos Aires, jueves 16 de junio de 1955.   Querida abuela Memoria: Contesto tu pregunta del otro día, deseando que al recibo de la presente te encuentres gozando de la mejor salud, quedando yo por el momento bien y en curso, todavía. Efectivamente, escuché el “¿te acordás?” que me susurraste desde el altillo, cuando estaba observando el mes en el almanaque para ordenar algunas actividades. A pesar del apego que te guardo y de que siempre espero tus llamadas, esta vez con tu carrada de recuerdos, ciertos pero tristísimos (oscuros, indignantes, horribles), me diste vuelta. Como sabés, de adolescente había conseguido un trabajito en pleno centro hasta las 19 y después salía volando, ya que estudiaba de noche. Pero ese malhadado día otros tipos salieron volando por sobre todos y, se supo después, al no haber logrado matar a Perón y “ya que estaban”, hicieron picadillo de carne humana dentro de los colectivos –personas que iban hacia distintos destinos, que se desplazaban en sus trayectorias acostumbradas, que estaban haciendo lo que se hace cualquier día hábil–. Más los obreros, convocados a las cercanías del sorpresivo matadero por la CGT, más los “Gloster” que se metían de punta de ala por las calles angostas, entre las líneas de edificios e iban trazando un hilván de agujeros de metralla  y esquirlas de gente en el centro de ese asfalto bien negro que se usaba antes, más los grupos de civiles con revólveres y hasta escopetas –algunos llevaban brazaletes– que a modo de lúgubres Boca-River añadían con la idiocia de la “militancia” violenta de abajo la guarnición al plato fuerte de los homicidas de arriba, muchos de los cuales aterrizarían tranquilamente en Uruguay rato después, para hacer la digestión.
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Perdoname, pero de verdad me abrumaste, abuela. El odio, todo odio, es tan inexplicable como inexcusable y retrógrado. Deja paralizada la capacidad de marcha del cerebro que quiere seguir analizando. O, mejor dicho, representa la marcha atrás de todo lo singularmente humano: la capacidad de análisis, también. ¿Por qué me acuerdo del tano Boldazzi? ¡Pobre viejo! Crecer con dos guerras, venir a esta “tierra de salvación” a la que siempre agradecía, pasar justo ese día a llevar algo al hijo por la oficina… Se emperró en volver a su piecita del pasaje Tres Sargentos donde vivía desde que se le había muerto la “donna” (en el –quizás– último conventillo disimulado de lo que después llamaríamos  microcentro). Tenía un amor propio de aquéllos, nunca había querido “molestare” al “hico”, ni a la nuera, ni a los nietos, a los que vivía extrañando. ¡Cuánta muerte absurda, cuánta cifra abyecta! Que trescientos muertos –porque convenía–, que mil quinientos –porque asustaba–, queriendo cuantificar la irracionalidad y hacerla funcional a esa marcha hacia el infierno que había comenzado en el 30 con tres o cuatro biplanitos de juguete que tosían al volar y arrojaban… volantes, invitando a la gente  del centro para que ayudaran a echar a Yrigoyen. Claro, veinticinco años después ya habían “perfeccionado” sus “arrojos” y cuarenta y seis años después ni te cuento….
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Brava tu sugerencia, querida abuela Memoria. Y como no quiero que me noquee esa angustia que invade al recordar las grandes porquerías, te voy a seguir ésta a pura imagen, si no te parece mal. Con pauta horaria, como aquellos “télex” que mandaban entonces las agencias:   12:40   El portero dice “qué lástima, está tan nublado, si desfilan aviones ni se van a ver…”. Hoy, el portero no está para acertar (además, Jorge, el ascensorista –le permiten tener una Emerson portátil bajo el asiento porque si no, a ciertas horas, se dormiría–, nos dijo cuando bajamos a comprar algo que en el informativo de las once y en otro que agregaron a las once y media leyeron la convocatoria de la CGT y nada más; ni el tiempo dieron). Un “Glenn Martin”, ronroneando, muy bajo, ha torcido el rumbo y comienza a sobrevolar la traza de la Avenida de Mayo hacia el río, sin desviarse un ápice, como si desde tierra lo guiaran a cordel. 12:41 Se oye el cercano trueno y advertimos –juraríamos– cierto bamboleo en la araña del vestíbulo de entrada. El portero dice “zas, un choque” y corre a asomarse al cordón de la vereda. La columna de humo gris amarillento tapa en el extremo de la avenida la habitual vista de la parte superior de la Casa de Gobierno. 13:20  Hasta ahora (y pese a lo sucedido poco rato atrás), en esta zona al menos, siete cuadras escasas en línea a Plaza de Mayo, ninguna señal de alarma en la gente corta el ajetreo lento de un día cualquiera de casi invierno. 14:00 Siguen pasando, espaciados, los clásicos camiones cargados de gente. Media baranda, metálicos, siempre llevan arena, escombros o gente para las manifestaciones. Van silenciosos: quizás ahorran garganta para los gritos que darán, en unísono asombroso, dentro de un rato. 14:30 Los que comemos dentro de la oficina notamos al mismo tiempo que los que van a almorzar afuera no han vuelto todavía y, aunque las ventanas están cerradas, que un nerviosismo de sirenas está invadiendo la calle. Y a nosotros. 14:40   Algunos camiones comienzan a desandar velozmente la avenida con pocas personas encima. Al tiempo que un tableteo inexplicable suena hacia la zona del Congreso, un “Gloster” corta las nubes bajas desde las cercanías del Departamento de Policía y dibuja en sus alas (¿o era en el fuselaje?) pequeñas lenguas rojizas (¿o eran celestes?). 15:30   Ratatatat salí de ahí y vení para abajo que te va a alcanzar alguna bala pam y ese portazo bajen de una buena vez la señora López se desmayó si averé visto ío nela mía vita porqueríe come cueste esto pasa por meterse con los curas ratatatá pac no anda el ascensor la escalera cuidado ratatatengo que hablar por teldicen que tienen todo copadbum venga abajo Boldazzi ma que me vanasustá cuesti milicuchi de merdbueno si cuesti solo sérvono paramatsare chivile ma’ sí quedesé dicen que le tiraron a una ambulancia y eso que llevaba la cruz roja en el techratatatá. 18:00 Oscuridad de medianoche desdibuja la ciudad, sobre la que se ensaña –ahora también desde arriba– fría, incesante llovizna. En la rotonda del cruce de Avenida de Mayo y la Nueve de Julio, ambulancia con las dos ruedas izquierdas ametralladas. Muestra oblicuo el techo, sobre el que aparece pintada una gran cruz roja. Pequeños grupos aislados de personas pasan caminando con prisa. Hacia la avenida Belgrano, quizás en el cruce de la calle Chacabuco u otra cercana, se entrevé por sobre la masa de la edificación algo como un resplandor de incendio. 18:40 En el “hall” de la nueva Confederación General Económica, que ocupa buena parte del edificio de la Unión Industrial Argentina, Avenida de Mayo 1153, varias personas tratan de contener la intensa crisis nerviosa del Sr. Victorio Boldazzi (h), argentino naturalizado, casado, de veintinueve años, que profiere reproches e insultos contra los circunstantes por haber permitido salir del local en dirección a Plaza de Mayo a su padre, el Sr. Vittorio Boldazzi, italiano, viudo, de sesenta y nueve años, quien, aproximadamente a las 16, en la calle San Martín a pocos metros de su intersección con Bartolomé Mitre, resultó alcanzado por una ráfaga de proyectiles disparada desde un avión “Gloster Meteor” piloteado por los insurrectos, disparos que ocasionaron su muerte en forma inmediata.
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Sé, abuela, que muy dolorosamente –como siempre– ya hemos terminado con las etapas del oprobioso acné que entre otras lindezas simbólicas había dejado llenas de pocitos las mejillas de marmolina marrón de una de nuestras adolescentes más conflictivas, la señorita Economía, la que vive al lado de la señorita Política, allá por donde empieza la calle Balcarce (ahora ya son maduras; tienen más que nunca el deber de saber cómo depurarse y comportarse). Eran las metas últimas, más o menos evidentes, de sicarios de todo pelo, camiseta, portafolios, galones o grado de corporatividad de que sabe valerse la comadre doña Historia. Hablo de la dueña del almacén que entre otras cosas vende, pone y quita máscaras, la que te regaló ese reloj que llevás en la muñeca, cuyas agujas miden un tiempo que excede el de cualquier común y corriente vida humana. La vida humana, sí. Esa que vos tanto me ayudás a poner antes que cualquier razón y más allá del máximo disenso. Bueno, querida abuela Memoria, esperando que el próximo ejercicio que me propongas tenga como punto final una sonrisa, te pido una vez más que te cuides mucho. No quiero ser cansador, pero vuelvo a recordarte que tu buena salud no sólo nos alegra: también asegura la nuestra. Un beso de uno de tus tantísimos nietos, Mario Keegan

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